El futuro de los niños

Tengo frente a mí las imágenes de Lewis Line, aquel sociólogo que fotografió la explotación laboral infantil de los Estados Unidos a principios del siglo XX. Observo las miradas recias de infantes que han nacido viejos, llenos de polvo industrial. La manera en que sostienen sus pipas y cigarrillos me hacen volver la vista. Al hacerlo confirmo que eso que veo no es infancia, sea lo que sea la infancia, es adultez apresurada. «Estos son los hijos del progreso, herederos de las larvas y del hambre milenaria», susurro, a la vez que miro repetirse el pasado por los parques donde transito.

Si bien, los niños de los parques donde paseo mis huesos ni mastican tabaco, ni inhalan rapé, sí consumen otras sustancias: beben aceites, devoran azúcares, lamen paletas de sal, consumen las horas muertas. Todo mientras el espíritu de la época (el tan cacareado zeitgeist) voltea la cabeza e inaugura costras en sus rodillas que habrán de permanecer por el resto de sus memorias.

Son los niños quienes trabajan a fin de que los niños gasten. En un ciego vaivén de necesidades, estas infancias hipertrofiadas de estímulos digitales frotan e intercambian redondos trozos de metal y rectángulos plastificados de papel impreso. Sus débiles falanges aún desconocen la sentencia del poeta Jaime López, aquello que versa que el dinero echa a perder las manos. Unos piden, otros dan. Unos se ofrecen, otros adquieren. Quienes no compran esperan religiosamente el ansioso salivar de quienes no venden. Y, así, se repite la trama, hasta que llegue la muerte y cobre sus honorarios.

¿Bajo qué dogma financiero se esconden los directores de esta obra de mal gusto? ¿Quién, en un vil acto de prestidigitación perversa, arrebató el chupete al recién nacido y en su lugar pintó horizontes monetarios de endeudamiento vitalicio?  La búsqueda de los culpables nos retorna al origen del conflicto.

Mientras las élites corporativas preservan sus patrimonios, vía la educación mercantilista de sus vástagos, las élites de la precariedad invierten lo que no tienen en la emulación de éticas empresariales. La subsistencia disfrazada de emprendimiento arroja a las infancias a un bregar utilitario, el cual se autorregula a través del repudio a la vagancia y al descanso. ¡Qué cínico disparate! Arribar al mundo hartos de no tener, incluso cuando no existan posesiones de las cuales fastidiarse. Ignoro si la infancia, como proyecto civilizatorio moderno, surgió del fango o de la miel. Lo que no ignoro es que los niños se extinguen.  

Abundan los micro adultos, diminutas bestias malparidas, aprendices del resentimiento y el acopio desmedido de bienes innecesarios. «A los hombres hay que tratarlos, con frecuencia, como a niños, y, a algunos, como a enfermos», dictamina Alíoscha, el menor de los tres hermanos Karamazov, en la novela de Dostoyevski.  

La preservación de las sociedades extrae lo peor de las mismas. Numerosos pensadores rociaron ya los campos del debate sobre el devenir de las identidades, entre todas esas brisas fértiles mojo mis párpados debajo de la dupla Giménez-Echeverría. Ambos escritores perciben la identidad como un proceso inconcluso, en el cual los otros son castigo y venganza de un largo peregrinar que inicia en el nacimiento. Dicho de otro modo, la lucha por la distinción comienza con una palmada en el culo y acaba con una palada de tierra.

Luego entonces, si seremos lo que somos, sólo que con más tallas y con más achaques crónicos, ¿para qué seguir gastando suelas por el mundo? La repetida cantaleta infancia es destino, atribuida a intelectuales desconocidos y a poetas populares, deriva mis pensamientos al porvenir de lo lejano. La misantropía funcional se apodera de vez en cuando de mis paseos y en esos viajes me obligo a saber estar alejándome de todos. Dicha estrategia me permite atestiguar la ingratitud, la endemoniada prisa y el oportunismo adquisitivo. En plena contemplación sospechoso de los ciudadanos que presumen su solidaridad colectiva desde el individualismo práctico: cobrar, comprar, comer, cagar. «¿Pero no es cada rincón de nuestras ciudades un lugar del crimen?; ¿no es un criminal cada transeúnte?», responde, mientras pregunta en las sombras, Benjamin en su Pequeña historia de la fotografía.   

El progreso implica avanzar en sentido opuesto al bienestar y al silencio. Cada vez que asisto al maltrato público de un infante, acto común en sociedades enemistadas con el diálogo de las caricias, el fantasma de Papini circunda mis oídos: «el aumento continuo de la humanidad es contrario al bienestar de la humanidad misma». Hace aproximadamente cien años Papini expresaba ya sus preocupaciones por los altos niveles demográficos de la mancha urbana. ¿De qué tamaño sería su horror si caminara hoy por las calles de cualquier Pueblo Mágico o ciudad cosmopolita?

Alguna vez leí que el principio del malestar es el movimiento. Que un cuerpo en reposo o espera la muerte o espera la gloria. El carácter antagónico de tal aseveración sería la velocidad, la juventud, los deseos de empuje, en una palabra, la poderosa infancia. No se tome lo aquí escrito como un himno contra la ausencia de las virtudes ordinarias, más bien, es un asombro insistente de un espectador confundido.

Los infantes de ahora, adultos disminuidos, habrán de poblar de más impertinencias al mundo y a sus contornos. Víctimas de las novedosas circunstancias inversionistas, terminarán ahogados en su sed de movimiento perpetuo. ¿Qué cómo sé todo esto? Detenga el trote del caballo e interprete los escenarios: la curiosidad ya no es especulativa, lúdica, es perversa, arribista y descarada.

Desde la esquina de un ring imaginario, como el boxeador veterano del cuento de Jack London, sólo les solicito que sí el futuro son los niños, por favor, me excluyan de esa ambición.

Elvira Ávila

El turista y el idiota     

¿Qué esperar de sociedades sobrealimentadas de incomunicación y psicosis mediática? En su novela autobiográfica Pelando la cebolla (1999) Günter Grass recuerda su paso por las Juventudes Hitlerianas: «¿iban en esa dirección mis deseos? ¿Se mezclaba al caos de mis ensoñaciones alguna nostalgia de muerte? ¿Quería ver mi nombre inmortalizado y orlado de negro? Probablemente no. Sin duda habré sido egoísta y solitario, pero, por mi edad, no estaba harto de vivir. Entonces, ¿es que era sólo idiota?»

Previo al pensamiento de Grass, en 1906, Ambrose Bierce definiría al idiota en su Diccionario del Diablo: «miembro de una vasta y numerosa tribu cuya influencia en los asuntos humanos ha sido siempre dominante. La actividad del Idiota no se limita a ningún campo especial de pensamiento o acción, sino que “satura y regula todo”. Siempre tiene la última palabra; su decisión es inapelable. Establece las modas de opinión y el gusto, dicta las limitaciones del lenguaje, fija las normas de la conducta». Sumadas las opiniones de ambos autores bien podría acuñarse un nuevo término; idiota: ser temperamental, sin satisfacción ni reposo.

Si la idea de una comunidad en armonía, pendiente a sus necesidades y comprometida a la preservación de sus bienes públicos, es más un ensueño atemporal que una realidad vigente. Y, si es la misma negación del silencio y la soledad premeditada (solitariedad, diría Unamuno) la que enfatizan la ausencia civil de estas virtudes prácticas, de qué estamos hablando. ¿De una comunidad idiotizada? O, quizá, ¿de una comunidad de idiotas? Atendiendo el pronóstico de Bataille sobre el fracaso moderno de la organización comunal estaríamos, por inferencia, ante una comunidad de idiotas.

Ahora bien, en el entendido de estar frente, incluso dentro, de dicha comunidad cabe ser sensatos y pasar desapercibidos. No corregir ni contradecir al entorno o a sus habitantes, por el contrario, limitarse a contemplar sus existencias como quien detrás de una cerveza ve morir la tarde.

Si en el acto sugerido uno acumula fuerzas y decide continuar en la aventura pronto entenderá que dicha empresa corresponde a una pretensión estéril o a un pasatiempo perverso. Que no hay tal cosa como el destino y que cualquier intento de progreso compartido dejará a varios soñadores olímpicamente mal parados. Dicho de otro modo, la prudencia luminosa radica en adquirir valor y desaparecer cinco minutos antes de convertirse en un idiota.

En sintonía con Flaubert, que de los imbéciles decía que son todos los que no piensan como uno, el idiota se caracteriza por ignorar un detalle mayúsculo: el idioma. Viajar a otro país de habla hispana es, en sentido estricto, una odisea lingüística. Suponer, obscura costumbre de perezosos y advenedizos, que las similitudes idiomáticas nos acercarán a los aldeanos es una ingenuidad recurrente en el equipaje de cualquier turista ordinario. Basta cruzar la avenida y comprobar que no hay entendimiento, hay usura y simulación.

Si bien el turista y el idiota comparten no estar instruidos sobre los ritmos del terreno en que desplazan sus huesos, la diferencia entre el uno y el otro es sustancial.  Mientras los aldeanos avispados se aprovechan del viajero distraído, los mismos oportunistas huyen del reducido verbal. La sabiduría de los aldeanos es demoledora. Ellos comprenden de sobra que cobrar es mejor que soportar.

Como quien vuelve a su destino veraniego favorito, yo, vuelvo a lo conocido, vuelvo a Günter Grass. En él la idiotez (el idiota) es veloz. En sus palabras se distinguen la inercia, la velocidad y la incertidumbre de sospecharse idiota. Sus preguntas sitúan al idiota en un tiempo circular, un deambular ciego y sordo, orquestado por la prisa visceral de un ahora permanente.

En Bierce, la idiotez (el idiota) es tridimensional y geométrica; largo, ancho y alto. Sus descripciones retratan al idiota como parte única de un conjunto. Al afirmar que él mismo (el idiota) es su propio espacio está negando el espacio común, es decir, niega lo público, lo comunal. El caso de Flaubert es especial, pues, presenta una carga de antropología pesimista: el otro (el idiota) se agiganta como un estorbo intermitente. Un enemigo en potencia, incapaz de adivinar lo que ocurre fuera de su limitado perímetro de sospecha inalterable.

Si intento responder a la pregunta inicial del texto tendría que declinar mis energías hacia Xavier Roca-Ferrer quien, en su ensayo El mono ansioso. Biografía de la angustia, la melancolía, el hastío y la depresión (2020), no traga saliva al opinar «(…) hoy todo parece posible. No hay reglas. Nos movemos en un mundo de indiferencia y del “¿por qué no?”, en el que las supersticiones más absurdas se consideran tan respetables como las posiciones científicas más rigurosas. En lo intelectual, la democracia y la web igualan al sabio y al imbécil». También, al turista y al idiota, agregaría por mí parte.  

Elvira Ávila

Una vida sin poesía

¿Qué es una vida sin poesía? ¿Qué es sin la afectación simbólica de la metáfora que desciende una y otra vez como aguacero de lumbre celestial y se aloja por años en la memoria del lector? No hace mucho sorprendí a un familiar al encontrarme con él mientras en mis manos sostenía Sonetos y Canciones, del escritor Gabriel Zaid. Despejada la duda de que aquel liviano libro (liviano en apariencia, sustancial en contenido) no era un cancionero sino, más bien, un conjunto de poemas mi familiar soltó a reír. “¡No mames! ¿Lees poesía?”, su asombro fue veloz, genuino. Tanto así que alarmó mi curiosidad al desprecio sin restricciones hacia la palabra escrita desde la sensibilidad silenciosa, como lo es la poesía del maestro Zaid. ¿Qué estimula el rechazo al misterio de lo desconocido?, comencé a preguntarme. ¿A qué río bajan a enjuagar sus llantos los detractores de la sensibilidad?     

Respecto al afán moderno por definir todo aquello que produzca eco y sombra seré sincero: no dispondré de lo que carezco, por lo tanto, evitaré responder incertidumbres mayores como qué es poesía o qué no lo es. Quizá pueda abonar a la causa, al debate sin meta ni beneficio, partiendo por el final: de qué trata la poesía. Sobre los huesos del pasado palpitante, ahí, cimienta su tradición la poesía.

El espectáculo de la vida, el pan y el circo. El horror, la sorna y la miseria a manos llenas de quienes vigilan el amansamiento tecnológico de la masa, su rabia calendarizada. La puntualidad del retraso premeditado, el papeleo burocrático de las ideologías y sus intocables fetiches. Los esfuerzos sobrehumanos por perpetuar el ángulo cosmético de las interacciones sociales, el culto al postureo, la ofensa programada del resentimiento digitalizado. La devoción marcial a un estado agonizante de las pedagogías clásicas, las nuevas formas de explotación del hombre por el hombre, la ofensiva entrega al entretenimiento y su ejército de desgracias. El fanatismo militante de la rumia mental, el declive escalonado de la conversación, el ascenso del ensimismamiento patológico es, a mi parecer, de lo que la poesía nos habla.

Los consejos y las complicaciones guardan una proximidad perversa: llegan sin previo aviso. Si uno atiende los poemas de la humanidad descarnada advertirá la poética constante de la decadencia, el cínico sin sentido de respirar hasta morir. Se cuentan por cientos los versos y los compases ofrendados a la infancia, a las tardes evaporadas tras un terreno baldío, al juvenil desenfreno de amores instantáneos. Aunque la codicia virtual se empeñe en propagar versiones descafeinadas de la vida, de la muerte y del amor, basta asomar la mirada para empaparse el rostro con fracasos cotidianos. La tradición poética (de seres enraizados al rastreo exploratorio de la palabra justa en el momento exacto) lo susurra en el horizonte: nada aleja más a dos sapiens que el ideal de comunión a partir de un lenguaje compartido.

Todo acto poético ronda en los terrenos del insulto y la memoria: el enfado y el recuerdo. Al recordar aquello que sólo florece hacia abajo vuela la memoria, vuela, y aterriza en la impotencia dirigida hacia las condiciones del presente. Por lo cual, plantarle cara a los sinsentidos que afectan el bienestar de una comunidad no debería viralizarse como un acto de altruismo o filantropía espontánea, por el contrario: declararle la guerra a la estupidez galopante bien podría evidenciar el alto grado de analfabetismo verbal, por no mencionar otros, en el que la sociedad se funde y se confunde.  

En 1970 el poeta español Gabriel Celaya afirmaba la poesía es un arma cargada de futuro. La frase, redonda y hermosa, esconde una interpretación alternativa a la evidente. Hoy por hoy, sabemos que (a diferencia del futuro que ha nacido muerto) el pasado es un migrante sin fronteras temporales. Mientras el humanismo idealiza su entorno mediante teorías, la poesía estira las piernas y abre los ojos en búsqueda del detalle iniciático en la mueca ordinaria. Articular palabras es tan sencillo que detenerse a inspeccionarlas, olfatearlas, medirlas, matizarlas y contrastarlas resulta una empresa ridículamente inútil. De ahí que, estando en tierra firme, se naufrague en torrentes de baba encolerizada.

Es necesario decirlo: la altura ética de quienes huyen de las palpitaciones silentes a través del ruido, las frases envenenadas y la indignación imitativa (que no sincera) es incompatible con la poesía. Si bien, si estos esclavos de lo inmediato reproducen con sus actos motivos “poetizables” con sus actitudes se niegan el acceso a la trascendencia fugaz de la poesía. Dicho lo dicho, aclaremos lo siguiente: el género literario de la poesía no sana, no cura, no alivia, no es terapia, tampoco distraída recreación de los sentidos. Es provocación en reposo, indestructible lanza afilada que apunta hacia las entrañas de quien la visita. Hipnótica paradoja: la poesía nos hace al tiempo que nos desvanece.

Al intentar establecer un orden en mis argumentos vino a mí la opinión de Jaime Sabines respecto a su condición poética “cuando camino nadie sabe que soy un poeta, por eso cuando me preguntan que si soy poeta respondo que sólo soy un simple peatón”. Un simple peatón, un flâneur (en palabras de Walter Benjamín), un ser motivado por los impulsos motrices de la degustación callejera.

Vuelvo mis pasos al inicio de este caminar sin rumbo; ¿poesía para qué? ¿Poetas para qué? ¿Poetas para quién? “(…) la criatura humana es algo sumamente limitado: está recogida entre el cielo y la tierra, en pocos metros de espacio, en pocos decenios de vida, en pocos decenios de pensamiento, en una pequeña tumba y, si quiere abrazar lo infinito, debe reflejarlo en una poesía de pocos versos, en un cuadro de medio metro de largo o en una prosa no mucho más extensa”, responde Pietro Citati.

Yo, ignorante de la pintura y sus trazos; poeta por ninguno de mis cuatro extremos; con 1.95 de altura vuelvo a equivocarme en todo: fallo ante Citati y fallo ante ustedes. Me resta seguir leyendo, escribiendo, caminando. Quizás, y sólo quizás, en algún descuido logre encapsular algo de poesía, algo de blues. Quizá logre apalabrar en texto la terrible alegría de existir.

Elvira Ávila

Las demasiadas prisas

—Te lo advierto: tengo un carácter aborregado, básico, como se dice ahora. Si mis ideas te noquean de aburrimiento dímelo y encontraré la manera de no fastidiarte más.

Las palabras anteriores son un apretado resumen de opiniones hacia mi presencia en la vida de varias almas. Amistades primerizas, compañeros laborales, familiares, colegas de estudio, lectores de mi obra, borrachos de banqueta y callejón, músicos callejeros, vendedores ambulantes, madres y padres de amigos, conocidos de conocidos: seres de fugacidad permanente. A todos suelo responder con una sonrisa sincera y algún comentario que retorne la conversación a un punto de interés compartido. Generalmente funciona, y, generalmente la situación se repite.

Los ideales y los prejuicios no sólo merman el dinamismo de la vida pública, también desgastan la imaginación popular en actos monótonos e infértiles. Sirvan de ejemplo, el desprecio colectivo al arte no ornamental y el aplauso rencoroso de quien sabe que ignora más por un desinterés arrogante que por falta de formación. Esto viene a cuento, en tanto, a la desestima hacia quienes apostamos las arrugadas cartas de la conversación a un juego civilizatorio de antemano perdido: el encuentro dialogal con el Otro.

Fuera de la mística abstracción pseudointelectual el Otro, lo Otro, no es otra maldita cosa que uno y su sombra refractada en el todo. También, el Otro, es el desplazado por penurias insostenibles, herido de muerte en un cruce de balas verbales; mártir, sangriento bufón fugaz del reino de la impotencia y la banalidad. Al otro se le endilga por el acto simple de caminar y palpitar. La poeta Nuria Parés descifró el oficio del escritor: «dedicarse a la observación tranquila de la gente común, a la descripción de los fracasos de la naturaleza humana y la mezquindad que rodea la vida cotidiana”. En una palabra, el escritor no sólo está atento al otro, está a su servicio. Escribir es, en primera instancia, abandonarse.

Leo a Parés, contemplo al otro: autorretrato de mi escritura. Frente a mí se revela el deambular de la gente común, agresivas ceremonias de proximidad humana que confirman la decadencia del animal que piensa, pero no razona. No obstante, freno el impulso voraz del juicio apresurado. Me obligo a contemplar eso que Artaud denominó el chorro de sangre, es decir, la ordinaria subsistencia humana.

Por momentos miro la vidacomo un cuento clásico de la literatura rusa. Los maestros de estas historias glaciales (Pushkin, Chejov, Lermonontov…) relatan el disgusto ordinario que trae consigo la vida en sociedad. En sus cuentos se huele la angustia, la desazón inunda el ambiente, cada palabra y descuido afantasma la felicidad de los personajes. El latido que agoniza en estos relatos es el que nace cada mañana para morir en el ocaso: lo mismo sufre un empresario de pompas fúnebres, que un funcionario público, que un soldado ludópata en pleno campo de batalla o la abuela de un asesino alcoholizado.

A diferencia del afán moderno por la prisa y sus derivados, los personajes rusos caminan, aman y odian en cámara lenta. El frío de San Petersburgo los relega al silencio, aunque no por esto desconocen el hambre, el amor y la ruindad. En un sentido paralelo, al igual que en la Rusia zarista, el desfallecimiento de la convivencia inofensiva es moneda de cambio en la época que corre. Aquí y allá se reparten opiniones y regaños como silbatos en carnaval.

De esto caigo en cuenta al escuchar la subestimación con que ciertas voces observan el mundo. Parados en un ladrillo se marean con la altura de conflictos pasajeros, reprueban lo extraordinario y persiguen lo predecible. Al comparar mis tropiezos con la gente común y la trama de los cuentos rusos advierto el abandono temperamental de la conversación razonada.

Arrinconados por las demasiadas prisas los nativos digitales y pedestres dan por sentado aquello que superficialmente intuyen. De antemano convienen que el otro existe fuera de ellos, nunca dentro o en sus contornos. En un sentido inverso, el otro es tópico preferido por los intelectuales. Largos y numerosos ensayos han sido escritos en torno a la génesis y aniquilación del otro. ¿Resultados? Conceptos, teorías, axiomas y etiquetas clasificatorias. Nada nuevo bajo el sol.

El otro, la gente común, se apersona como un conjunto de signos tristes y difusos. (A modo de ejemplo, sin ir más lejos, tomen las dos primeras líneas de estas reflexiones). Y aunque esto sea costumbre, mi curiosidad me convence de lo dicho y lo contrario: la vía de acceso directo al otro es su negación, negarlo es afirmarlo.

Todo escritor comprometido con el oficio se mantiene pendiente de las tempestades de su era, los cuentistas rusos hicieron lo propio inmortalizando a sus otros contemporáneos. Inicialmente a partir de la broma, la ironía, y el sarcasmo. Tiempo después domiciliaron sus textos en la mueca, la melancolía y el desaliento. Quizá vendría bien un silencio repaso de sus ideas y sus anhelos. Quizá, si es que la celeridad del presente no nos sepulta antes.

A propósito de la guerra en turno, les sugiero cualquier cuento de Gogol o de Bábel (cronistas ucranianos de la decadencia humana) en ellos se ventila la tragedia actual, sólo que escrita hace cien años. Seguimos sin aprender, así las cosas.

Elvira Ávila

Progresiva decepción

«¿Acaso pensamos, por hablar sólo de lo referente a las letras, que la posteridad tendrá mayor número de poetas excelentes, de escritores óptimos, de filósofos auténticos y profundos? Porque está visto que sólo éstos pueden conceder digna estima a sus semejantes. ¿O quizá que el juicio de éstos tendrá mayor eficacia en la multitud que ahora tiene la de los mejores de nuestro presente sobre ella? ¿Creemos acaso que en el común de los hombres las facultades del corazón, de la imaginación, del intelecto, serán mayores de lo que lo son hoy?» Quien aquí ha hablado es la decepción escéptica del poeta Giacomo Leopardi. A su modo, el pesimista italiano depositó en el tiempo su esperanza de liberación crítica. Sabiendo de antemano que el futuro no es más que la permanencia del pasado por otros medios, Leopardi fantaseó un destino mejor. Pobre maestro, ¿qué palabras largaría si estuviese en nuestro ahora?

Lejanas parecen ya las noches en que los adultos de mi infancia abarataban a gritos el viejo televisor de la sala. Sentían exactamente lo mismo al insultar un arcoíris que a un cocinero de Macedonia. Si aparecían en pantalla, eran reales. Entonces, tenían que fusilarlos, aunque fuese con palabras. Al servicio de la impotencia crónica y la venganza escalonada, la tecnología ha vuelto portátil el campo de batalla. Hoy en día, a diferencia de aquellas noches infantiles que relato, cualquiera tiene acceso digital a múltiples guerras intestinas. (Qué decir de las domésticas o laborales, si es bien sabido que el trabajo no dignifica y la familia es un infierno intermitente). Mañana, tarde y noche cantidades óptimas de enfado viralizado atomizan el ambiente, incendian las charlas más estériles, demuelen reputaciones e inauguran enemistades.

“Típicas conductas de cualquier patio de vecindad”, se me dirá con los hombros encogidos, a lo que habré de asentir y agregar: la idea de vecindad, de comunidad imaginada (en palabras de Anderson), cae vencida por el tonelaje egolátrico de sus inquilinos. Estos inquilinos (ustedes, nosotros y el punitivo e impersonal ellos) han renunciado a una serie de habilidades de convivencia, de estancia no competitiva con el entorno y sus alrededores. “Cada voto es una neurosis”, le escuché decir en algún texto a Pedro Saborido, retomo y adapto su sabiduría a las circunstancias del texto en curso: cada vecino es una neurosis.

Intento enunciar aquí, si es que acaso resbalo sobre ambigüedades, la alegre disposición a la idiotez premeditada y a la estupidez dañina que gobiernan gran parte de la comunicación actual. No acuso el avance ni el desarrollo de nuevas tecnologías, tampoco quemo mis naves por reunir evidencias que expliquen el envilecimiento moderno de las sociedades hiperconectadas, mis digresiones son otras. Señalo, más bien, el enanismo ético y la descarada adecuación digital del milenario deporte del castigo, el parloteo y el espionaje.

 «La urbanidad prescribe no tratar de uno mismo. La literatura no consciente tratar del amigo sin tratar de uno mismo», escribió Juan García Hortelano. Al desdoblar la máxima de Hortelano vemos partir las direcciones éticas por caminos diferentes sólo para reencontrarse en el mismo punto de partida: el nosotros frente al ustedes. La lectura, la escritura, la conversación y el vagabundeo cortés no son habilidades que caractericen al ser urbano huérfano de urbanidad, tampoco a los artistas o escritores autorreferenciales. Estas habilidades de relación reflexiva, entiendo desde mi experiencia, son más bien ganancias imprevistas y no cínicas pretensiones de superioridad moral. No obstante, toda ganancia tiene su contrapartida: la pérdida de un algo, de un alguien.

Renuncia y victoria, eslabones opuestos de una misma cadena invisible atada al cuello de la sociedad civil.  ¿Es, acaso, la renuncia el principio emancipatorio al cual aspira la especie humana desde que el mundo es mundo? La gramática parda, o llamada comúnmente escuela de la vida, nos recuerda día a día que somos animales de costumbres: quistes vertebrados con lenguaje. Si la verdad (n)os hará libres, como asevera la mitología cristiana, esto supondría renunciar masivamente al sometimiento, la trivialidad y a la mentira. Vistos así, los planteamientos bíblicos, poéticos y literarios de las sa(n)gradas escrituras, de Leopardi y García Hortelano coinciden en la idea de un nuevo principio, un Hard Reset dicho en términos tecnocráticos: una nueva madeja de mitos acondicionados a la etapa moderna. Mitos construidos sobre saberes y conocimientos añejos, tan añejos que se sobrentienden o se desechan.  

Fue Cioran quien reveló que el verdadero conocimiento (no el de utilería) tiene dos vías de acceso: o bien por la erudición o bien por las lágrimas. La vía de la erudición referencia el rumbo del eclecticismo metódico, del preguntarse el porqué de los cómo; la vía de las lágrimas informa los procesos cotidianos de aprendizaje inaudito. Dicho en papel ambas propuestas son, cuando menos, asequibles, puestas en práctica son sabidurías en movimiento.   

Vuelvo a lo establecido, renunciar es rechazar al destino de alguien más. Y es que es ahí, desde el rechazo, y no de ningún otro escenario, que uno reafirma su estancia en la tierra. Basta observar la ristra de los rechazos modernos y ver disminuir cualquier sospecha de avance social. Rechazo a la soledad, a las opiniones robustas, a ceder el paso y la palabra, a lo cardinal por lo accesorio. Rechazo a la polémica creativa, a la imaginación desbordada, rechazo a toda sombra que ensombrezca nuestros protagonismos virtuales, rechazo a todo aquello que motive sonrisas en las ventanas, vaya vida…

Han pasado los años y aún conservo el asombro ante quienes se dejan las vísceras en querellas mediatizadas. Comprendo, desde el silencio contemplativo, que estos adultos de mi infancia y de mi ahora han encontrado en la eléctrica palma de sus manos extrañas propiedades terapéuticas contra sus frustraciones vitales. Son otros tiempos. Ahora, el rostro de los enemigos es semanal, intercambiable. Lo que no cambia es la amnesia, la desmemoria crónica, la entrega total a la cínica banalidad cotidiana, aunque de esto ya daba cuenta Borges: «la meta es el olvido/ tú has llegado antes». No los distraigo más, olviden estas palabras expresadas al viento, continúen amamantando la desgracia de vivirse.

Elvira Ávila

Invitación silenciosa

Elvira Ávila

En su extensa mayoría somos unos desarropados verbales, unos impresentables de altura, indispuestos a hurgar más allá de las mismas viejas quejas de tendencia semanal. También, considero, la superficialidad es el nivel más profundo al que aspiran esas protuberancias digitales llamadas usuarios.

A través de los siglos la literatura ha intentado transferir la angustia humana a futuras generaciones. Prueba de ello se verifica en las obras de Amery; Auschwitz, ¿comienza el siglo?, Cioran; La caída en el tiempo, Gadamer; El estado oculto de la salud, Gombrowicz; Contra los poetas, Kertész; Un instante de silencio en el paredón o en cualquier clásico literario convertido en serie pasajera.

La esencia de las obras trascendentales en la historia de la literatura universal no es otra que la reiteración del fracaso, la derrota como punto de partida y de llegada. Este rasgo es extraído del ser humano común, ese que un día despierta con un coágulo en el cerebro o vive con tumores parlantes que nunca acaba de amamantar.

En sentido inverso, la alianza entre el sedentarismo reflexivo y el terrorismo publicitario promueven éticas financieras enemigas de la reflexión no monetizable. A todas luces rechazan el error, la curiosidad, el arte no decorativo, dicho en términos afroantillanos: huyen del contrapunteo de voces.

Frente a esta gran ventana sin paredes me pregunto: ¿qué nos da valor para mostrarnos públicamente? ¿qué ofrendar a los militantes de la imbecilidad digitalizada? Acaso, ¿asombro?, acaso, ¿aplausos?, acaso, ¿nada? No contamos con cimientos que amortigüen el impacto en caída libre del fracaso generacional, tampoco con interés por procurar herramientas transitorias para tales efectos. Contamos, bien mencionaba Baudrillard, con simulación. Simulación operacional que premia la apariencia y el beneficio por encima del contenido.

El incremento de hábitos empresariales en niños que subastan sus juguetes con la ambición de más entretenimiento a domicilio confirma la renovación bancaria de la crisis. Infancias desentendidas de su ignorancia funcional, educadas en entornos repelentes al pensamiento político más allá del voto o reformas legislativas. Ciudadanos inmersos en el acaparamiento de placeres, herederos de una ansiedad electrificada.  

No apresuro mis pronósticos. Entiendo que frente al ascenso del emprendimiento (novedoso término para referir la esclavitud por cuenta propia) no existe tal cosa como la muerte del conocimiento. (¿Qué es conocer? ¡Bah! Seguramente habrá mil videoconferencias donde promulguen esas respuestas). Existen aproximaciones vitales al conocimiento, basta contemplar el péndulo otoñal de las hojas para comprender que lo improbable es lo inmediato, de ahí en adelante todo es vanidad.

De lo que sí tengo nociones es de la moralidad civil moderna, aunque advertir esto no requiere lecturas especializadas o largas meditaciones: basta asomarse al balcón con una taza de café.

La víscera ciudadana, abocada al palpitar delirante del revanchismo urbano, embarra todo a su paso. Troncos, lenguas y muslos insatisfechos de grasas, azúcares, tintas e ideologías industrializadas: carnaval de cabezas parlantes. Teatro guiñol en vivo. Seres urbanos sin urbanidad, marginalizados por aspiraciones más elevadas que la totalidad de sus sueldos. Víctimas de sus circunstancias, de sus opiniones cíclicas. Enfrascados en batallas conceptuales amenizan (vaya palabra) desde una protesta masiva hasta la venta de perfumes subversivos. 

Mientras tal ecuación cae por su evidente desequilibrio, la opinión de Georges Bataille resuena al final de la tarde: la gran tragedia de la comunidad civil es haber fracasado en todo. En su no organización, su no comunicación, en su no hacer haciendo. La vida como simulacro o el simulacro de la vida, da lo mismo: para que nada apremie que nada permanezca, sólo la silenciosa resignación del presente continuo.   

No en vano, Antonio Machado creía que por su naturaleza paradójica y salvaje el hombre es una bestia urgida de lógica. La democracia del conocimiento inalámbrico acorta las distancias lógicas entre la necesidad inventada y la solución ofrecida, hoy esta bestia puede ser lo que le plazca: superhéroe, tiro al blanco o mártir incendiario de consignas fosilizadas. Asimismo, amasar grandes fortunas y toneladas de plástico y fierro a las que llamará patrimonio sin si quiera saber hilar dos palabras en un diálogo ordinario.

El desprecio por las funciones básicas del lenguaje (escuchar, leer, conversar y escribir) no dejan bien parada a la especie humana. El único rasgo diferencial con la animalidad instintiva de los buitres o los orangutanes permanece a la baja, somos vidas en retroceso. Nervio medular del mecanismo abocado a reproducir derrotas y frustraciones, condenados a la ceguera comunicativa. Negación de la negación que, sin importar las operaciones matemáticas más básicas, jamás dará resultados positivos.

Adaptarse y avanzar, ¿adaptarse y avanzar? ¡Sí! ¡Adaptarse y avanzar! ¡Puff! Adaptarse… y, avanzar… Con qué sentido, qué rumbo. Pese al amansamiento tecnológico y el escenario a penas descrito creo necesario fracasar constantemente. Fracasar con el anhelo arqueológico de hallar nuevas versiones de la estupidez humana, hazaña no imposible de cumplir.

Si no sufren de alergia a la lectura, afección extraña en quien haya llegado hasta aquí, acerquen sus pasos a Nagel, Michéa, Horkheimer, Pessoa, González de Alba, Sánchez Andraka, Camps… esto, quizá, disminuya el aforo del estercolero social.        

Callejero

Elvira Ávila

La permanencia del deterioro es autorretrato de la época. En mis vagabundeos visuales di con una fotografía de apariencia ingenua y agradable. El escenario retratado es la Plaza Vasco de Quiroga, en Pátzcuaro, Michoacán. La fecha 1950. En la imagen un grupo de artesanos ha colgado sobre una cuerda sus textiles elaborados, un hombre hace lo propio con un ejército de sombreros a ras de suelo.

Observo la foto, destaco algunas ausencias en la melancolía que despide la imagen: los ahí presentes no tienen prisa, no se aglutinan, pese a las carencias materiales se adaptan al entorno físico. Vuelvo a observar la foto, destaco procesos históricos en torno al momento: durante el mandato presidencial de Lázaro Cárdenas la reforma agraria cambió la propiedad agrícola de privada a comunal. Los indígenas campesinos fueron desplazados a la ciudad y con ellos sus hábitos y expresiones estéticas, las cuales encontraron refugio económico en las recién creadas ferias de artesanías. Setenta y dos años después de haber sido tomada esta foto, pienso, ¿qué de todo esto permanece ahora? ¿Qué de todo esto es distinto hoy?

Fue Karel Kosik quien aseguró “la prisa es enemiga de la confidencia y de la intimidad; cuando las personas se sienten urgidas y faltas de tiempo, hostigadas por la visión de un posible retraso, es imposible establecer una relación de proximidad y confianza mutua”. Kosik describe el retraso a modo de holograma, un espejismo moderno, como una gran puerta de acceso masivo a un futuro clausurado. Ese retraso, comienzo a comprender, gravita gran parte de nuestras vidas: ser puntuales con quienes no nos esperan, coleccionar pretextos, negarse experiencias, acumular enemistades y perecer de edad quejándose del presente.

Al caminar por las calles del que presume ser “mi país” reitero la vigencia del método peripatético. Dicha aproximación al saber basa sus principios en el andar en torno a un algo, una idea o un alguien. (En el griego culto patein remite al acto de deambular. Peri, a su vez, refiere circunferencia). Deambular en círculos, ejercitando cuerpo y lenguaje a través de conversaciones con el entorno, sospechando siempre de la tranquilidad urbana.

La condición pedestre del método estimula el intercambio entre símbolos y signos. Olores, gritos y miradas, el diario peregrinar de cuerpos expulsados a la decadencia compartida del espacio colectivo, “en lugar de lo íntimo aparecen la distancia y la extrañeza, el cálculo frío y el razonamiento utilitario y pragmático que desconoce la fascinación y turbación que despiertan las cosas”, remata Kosik al hacer referencia del declive ético a finales de los años noventa. En otras palabras, se activa el sobrevivir caótico, el no matarse a trompadas hasta con la propia sombra, el volver a casa a recargar impotencias.

En buena medida, hablamos porque tenemos boca, no porque tengamos ideas. Esto se confirma en conversaciones ordinarias y en la ignorancia arrogante del ciudadano común. Este insecto urbano presume conocer la calle, también su país. Lo que desconoce es que tal hazaña no es real. La calle funda y aniquila lo imposible, de ahí la incapacidad de conocerla (si acaso, se le intuye, no más). Los países son tumbas, accidentes geográficos, que uno carga a cuestas incluso después de muerto. Sobre estos espacios de carencias compartidas (la calle, los países) opinan todos, incluso quienes ni por error los pisan, es decir, los reos y los políticos.

El catálogo de escritores encarcelados por comunicar sus opiniones en contra de la represión estatal y la enajenación del ciudadano moderno es extenso y bien nutrido: Antonio Gramsci, Eleuterio Sánchez Rodríguez, Hannah Arent, Jeanne Marie Bouvier de la Motte Guyon (Madame Guyon), Miguel de Cervantes, Fiódor Dostoeievski, Aleksandr Solzhenitsyn, Henry David Thoreau, Chester Himes, José Revueltas, Óscar Wilde, Arthur Rimbaud, Miguel Hernández, Roque Dalton, Voltaire, Lydia Cacho y Walter Benjamin (sólo por mencionar algunos).

A todos ellos les preocupaba la degradación del pensamiento crítico, las condiciones marginales de políticas públicas en materia de salud, educación y economía para el ciudadano común. Dicho de otra forma, a su modo advirtieron los malestares descritos en la fotografía michoacana de 1950. Pese a ello, o quizá por ello, Benjamin largó cinco palabras lapidarias, la calle es literatura panorámica. La frase deriva mis reflexiones al oficio que me acompaña: la escritura, también a mi recurrencia andariega: la calle.

El panorama literario callejero se presenta como tragedia en los dedos amputados del carnicero (gajes del oficio) que día a día raciona las grasas y proteínas en nuestras mesas. Como desgracia en las silenciosas muecas de las empleadas domésticas al compartir su cuerpo con dolores cervicales. Como júbilo sabatino en los artesanos de la construcción y su apasionada entrega al alcohol y a las botanas al pie de una obra negra. Como idealismo colectivo en alguna marcha en turno.

Cortesía de mi parte a generaciones no lectoras, no se es callejero por recorrer los lomos de la ciudad. Tampoco por reclamar espacios apropiados desde la domesticación económica y el insulto programado. Se es callejero por navegar las letras como las calles, desde la palabra. Considero necesario establecer que si presumo mi condición de callejero es porque la asumo. Porque al día de hoy puedo decir que la literatura y la calle deben andarse con desconfianza: con el debido respeto que despierta lo desconocido, con la plena certeza que los buenos desenlaces inauguran malestares.

¿De dónde proviene esta angustia, esta caída libre en la inercia cotidiana? Permanecer para los que están y aun para los que se fueron. Borrar el camino andado. Beber un buen vino en silencio. Contemplar el impulso de una nación apalancada en sus vanidades ideológicas, el culto al ocio, la ignorancia funcional y el rechazo a la conversación. Así era la vida cuando tomaron la foto michoacana, así continúa hasta el final de este escrito.   

Miro la calle, releo a Gabriela Mistral, con su maestría resume lo que he intentado expresar: otra vez somos lo que fuimos, otra vez soy lo que fui: un lector, un callejero.

Elogio de las ausencias

Elvira Ávila

¿Qué somos si no ruido y simulacro en caída libre? El poeta latino Propercio aseveraba que no sabemos hacer otra maldita cosa que aumentar la miseria de nuestras condiciones. Yo, por mucho que busque contrariarlo, nada quiero hacer más que resignarme a la vigencia de su dictamen.

El acercamiento a la literatura seria, trabajada con respeto y cariño hacia el lector, enseña que es mediante la ausencia que dimensionamos el espectro de nuestras desdichas vitales. Una de ellas, la más presente en nuestros hábitos cotidianos, es la desdicha de la inmoderación. A través de este malestar las sociedades sobredigitalizadas robustecen el culto por la banalidad audiovisual y la apatía por la formación política ciudadana.

Paralelo al camino establecido, la condición autorreferencial del diálogo moderno se manifiesta lo mismo en cantinas del vecindario que en renombradas universidades. Ante el ensimismamiento temático de estos escenarios cabe la postura de un estado de calma intermitente, y esto no como cortesía pública, más bien, como estrategia de supervivencia psicológica. 

Qué momentos los de ahora, el no hacer enfada tanto o más como el hacer sin ánimos de figurar. El carenciado ya no es quien está falto de medios económicos que solucionen sus desdichas espirituales. No, la democracia del consumo revela lo contrario: carenciado es todo aquel que frente al festín de la acumulación por endeudamiento se limita al suspiro inmoderado.

En este andar el ruido mediático acompaña a quienes en sus parloteos buscan un estado de tranquilidad simulada, de ahí que la tranquilidad civil sea percibida como un agradable accidente. De ahí el huir del otro como si fuera un apestado, de ahí que me cuestione ¿qué hacer? ¿Qué, sobre todo, cuándo ese ruido y esa simulación llevan por nombre el apellido de los nuestros? ¿Cómo no echar en falta la empatía en esa pasarela de gestos y muecas que es la calle?

“Un fantasma recorre el mundo: el fantasma del comunismo”, afirmaban en 1848 Marx y Engels, hoy, 173 años más tarde, otro fantasma recorre el mundo: el fantasma de la incomunicación. ¿Cómo explicar el progreso de este fracaso civilizatorio? ¿A quién solicitarle motivos sobre el deterioro relacional de la convivencia cotidiana? La felicidad radica en no recibir visitas inesperadas, estas pueden ir desde un recuerdo fantasmal a la media noche hasta una ráfaga de enfermedades en desarrollo latente. Estas no visitas, placenteras ausencias, son tesoros despreciados por la ansiedad de la comunicación inmoderada. Por eso la soledad premeditada, el saber apartarse del bosque y poder observar el árbol, es virtud o bien de niños curiosos o bien de monjes iluminados.

Si la felicidad es, como he establecido, no recibir sorpresas desagradables entonces el alcance de nuestra paciencia civil tenderá a la reducción por defensa propia. Un gregarismo masificado mediante el cual tomaría forma aquella opinión de Umberto Eco de que “para poder aceptar la idea de nuestro fin es necesario convencernos de que todos los que dejamos atrás son unos cretinos y que no vale pasar más tiempo con ellos”. ¿Qué sería de nosotros si siguiéramos tenazmente esta propuesta? ¿Cuáles serían los nuevos rumbos de nuestras derrotas modernas? ¿En dónde, fuera de la cháchara digital y la vanidad ideológica, domiciliar el futuro?  

Mientras nacía la extinta Unión Soviética una pinta exclamaba en las paredes del centro de Rusia, “¡cuando teníamos todas las respuestas nos cambiaron todas las preguntas!”. Las actuales condiciones geopolíticas y educativas han cambiado el guion de las preguntas. Aunque esto sea un aliciente, es menester subrayar el amansamiento crítico del espectador promedio. Aquel que desde el estrado digital atomiza su impotencia política a través de la repartición de respuestas totalitarias. Un nativo digital que rechaza el diálogo con el mundo ordinario porque ha aprendido que el mundo ordinario rechaza el diálogo con lo no simulado.

¿A dónde aspiro llegar con estas palabras? ¿Cómo alcanzar una meta que frase a frase se desvanece? Si uno adquiere valor y continúa caminando es con ánimos de documentar el fracaso generacional. Así, quizá, sea más pronto advertir los mecanismos ocultos, las ausencias emergentes, que nos constituyen como oficiales de nada y carentes de todo.

La ausencia de interés por las motivaciones históricas de nuestros desprecios, el contrasentido entre los decires y los haceres y la burla hacia la paciencia auditiva me revelan lo evidente: la vida está en otra parte. ¿Dónde?, me pregunto, tal vez en un sitio con menos ruido y simulación.

Asombro y orfandad

Elvira Ávila

Son las contradicciones las que dan sentido a los cambios inesperados. A mediados de septiembre tuve una conversación telefónica con mi madre biológica. Ella, mujer sola y herida por malestares físicos y mentales, me preguntaba en una angustia circular por qué los tiempos de ahora no son los tiempos de antes.

—Los tiempos cambian —contesté sin ánimos de profundizar.

—Sí, pero porqué cambian— insistió con voz empañada.

—¿Dónde te agarró el temblor? — le pregunté a quema ropa. Preferí cambiar el tema, pues, de sobra tengo aprendidas las mañas de los advenedizos.

La llamada discurrió en tópicos del clima y preguntas aleatorias, de esas que buscan espantar el silencio de las noches. Sin más nos despedimos. Es el día que no sé nada de ella. Sin embargo, confieso que su pregunta cimbró mi esquelética existencia. “Por qué los tiempos cambian”, recordé. “Por qué no habrían de hacerlo”, rematé. Esto me llevó a pensar en la inmanencia cotidiana de los cambios y las transformaciones, proceso inconcluso (y por inconcluso falible) donde navegan los huérfanos de futuro. Por ello decidí acudir a las reflexiones de dos antiguos maestros: Peter Berger y Thomas Luckmann.

Allá por el lejano año de 1995 esta dupla publicó Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. La orientación del hombre moderno, un tratado de sociología crítica sobre los resortes emocionales de la angustia contemporánea. Ahí, apenas abrir el libro, la narración atrapa al lector en una espiral de reflexiones expansivas. Respecto a las nuevas formas de desorientación social (compaginadas a la angustia telefónica de mi madre ausente) y la autenticidad histórica de nuestras tristezas comentan los autores: ¿No podría ser que tan sólo estuviéramos oyendo la joven repetición de un viejo lamento? ¿No será la queja con que se expresa la sensación angustiante que ha invadido una y otra vez a la humanidad al enfrentarse a un mundo que se ha vuelto inestable? ¿No será aquel viejo lamento de que la existencia humana es sólo un camino hacia la muerte? ¿No será, añado, que a unos la conciencia prematura del envejecimiento nos relaja mientras que a otros cada día transcurrido les significa despedirse de tiempos irrepetibles?

Sobre el malestar que producen las conductas humanas en y por el tiempo Tzvetan Todorov supo decir nada más triste que ver repetirse la historia. Cuál historia preguntará el quisquilloso de turno, la historia cotidiana: la que se hace día a día y que por repetición constante troca en extraordinaria. El lamento de Todorov abreva de la tradición fatalista expresada por Marx y Hegel: la historia ocurre dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa. ¿Cómo distinguir una de otra? ¿Una sucede a la siguiente o, quizás, ambas habitan el mismo tiempo/espacio? ¿En cuál de ellas nos encontramos ahora?

El fracaso moderno es un lamento reciclado por la no veloz comprensión de la fugacidad permanente. Dicho de otro modo, la farsa contemporánea reposa su dinámica en una mitad mundial ofendida porque la otra mitad no acata sus demandas. Una simple suma de elementos demuestra que ni la una busca entender a la otra ni la otra quiere atender a la una. El nulo concilio entre ambas partes y el auge de la angustia ensimismada traen a mí las palabras de Fitzgerald al finalizar El Gran Gatsby: avanzamos en una barca, siempre remando hacia atrás. Acaso, murmuro, ¿hay otra ruta?

Esta nostalgia depresiva por un pasado inmediato confirma aquello que el filósofo rumano Lucien Goldmann reflexionaba al decir que el problema de la historia es la historia del problema. La frase de Goldmann no es un juego verbal de espejos, al contrario, es una demostración de síntesis exacta, “tautología para ansiosos”, si fuese necesario un título apresurado. A través de ella Goldman nos aproxima a un método de razonamiento insólito: plantarle cara a La Vida (sí, con mayúsculas) mientras ella nos siembra dudas en la espalda. También expresa otra enseñanza: quien se acerca al arte esperando soluciones o está perdiendo el tiempo o aún no muda de dientes. Si esto genera desilusión, revelar la inutilidad del arte en asuntos prácticos de la vida ordinaria, imaginen la zozobra de quienes huyen de los influjos del arte en sus angustias.  

¿Qué orfandad nos emparenta? Me asomo por la ventana de mi habitación, mis relecturas me hacen ver un desfile de cuerpos encaminados a la muerte. En ese peregrinar los usuarios de esos cuerpos evitan comprometerse más allá del diario subsistir. Educan su civilidad en orfandades de convivencia: se interrumpen al hablar, en cada oportunidad imponen al prójimo sus desdichas y vanidades ideológicas. Palabra tras palabra la queja reiterativa los transforma en huérfanos de la concordia. Al verles las palabras de Pessoa cruzan mi memoria: herederos de la destrucción y de sus resultados, eso somos. Su sentencia me permite comprender que mientras los muros de la ignorancia funcional multiplican las caras de la orfandad se sufre la peor de las tragedias: habitar la realidad.

Advertir las tristezas del mundo nos convierte en coleccionistas de ausencias, de ello me convenzo cada vez que busco comunicarme con amistades o familiares distanciados. Esto ha hecho que jubile toda esperanza de comunicación ajena al reproche intergeneracional, la broma hiriente, el reclamo de moda y la hospitalidad hostil. Ignoro si acabe mis días en un nicho o en una caverna, no lo sé y por ahora no me preocupa. No obstante, hasta que encuentre indicios seguiré atendiendo amablemente a esos conjuntos de órganos sin sentido que se presumen humanos.

Deudas vitalicias

Elvira Ávila

Si el hogar es recreación del útero, ¿con qué ánimos andan la vida los huéspedes de esa caverna?  Hace unas semanas mi padre me obsequió un reloj de pulso. El modelo es anticuado, las manecillas doradas y el extensible negro hacen que recuerde la estética carnavalesca de los obreros jubilados. Al día de hoy conservo el detalle encima de una mesa de noche, junto a una torre de libros. Sé que pasarán los meses y el único que acaricie ese instrumento de las horas muertas será el polvo del desuso.

Observo el regalo, la idea de compartir el tiempo me acerca unos pasos al asombro y unos metros al rechazo (esto en función de con quién se comparta el tiempo/espacio). El curso de la vida no es recto, es más bien accidentado, y esos accidentes suelen llevar por nombre familia, éxito u oficio. Panoramas que, adheridos al diario subsistir, contienen el deprimido cauce de la vida hogareña. ¿Cómo explicar (examino) la maravilla mexicana de convivir en ratoneras construidas con cementos de segunda, cableado eléctrico de cuarta y precios de venta de primera?  Intentaré responder con un gajo de sabiduría popular: las casas de interés social son teatro del desencanto reiterado.

Los problemas estructurales de una sociedad específica, como el estancamiento económico de México, o se resuelven a gritos al calor de unas cervezas o se disuelven por omisión colectiva.  De esto se cae en cuenta al nacer y al momento adquirir una deuda vitalicia: vivir en el anhelo. Después, con la llegada de la vida adulta, vendrá otra deuda de largo aliento: saldar el crédito a la vivienda.

En el medio de estos extremos aparecen las reproducciones y adaptaciones de extraordinarias estrategias de supervivencia doméstica. Por ejemplo, viene a mi memoria la neurosis familiar por el uso exclusivo del baño, la cocina y la palabra. Actividades que se fusionan con el consumo aspiracional y la increíble administración de los tiempos de visita, donde (por motivos de tolerancia forzada) nunca coinciden los invitados de un familiar con otro. Agregando a la ecuación el hábito de comer frente a pantallas gigantes mientras se ignora el derrumbe del entorno familiar. De suerte que, es en la intimidad de las viviendas donde los usuarios ejercitan sus manías públicas.     

“Lo que diferencia al hombre de otros animales son las preocupaciones financieras”, escribió hace más de cien años Jules Renard. Por esa misma época el sociólogo Thorstein Veblen publicaría su ensayo Teoría de la clase ociosa, una dura crítica al comportamiento alienado del gasto, el consumo y la ostentación desenfrenada. Un estudio sorprendente en su momento, el cual mantiene vigente la hipótesis central de Veblen: aquel que nada debe nada acabará por tener.

Converso con ambos autores, me hacen recordar los noventas del siglo pasado. En esos años acceder a un crédito significaba dejar en prenda el honor apalabrado, las escrituras de la casa, la responsiva de un aval y de paso un riñón. Hoy, tal cual propuso Veblen en 1899, la libertad de crédito sigue sustentándose no en la promesa del pago por el bien adquirido, sino en la renovación de la deuda. Una renovación en calidad de urgencia intermitente, de un perseguir la novedad y presumirla en eternos peregrinajes por parques, plazas comerciales y avenidas concurridas de la realidad virtual. Un uróboros económico: un volver a la meta y así retornar al punto de partida: la necesidad de endeudarse para salir de la deuda.

Los conflictos monetarios inician en una mesa, se extienden a la cama y terminan por instalarse en el hogar. De esto da cuenta Balzac en su ambicioso proyecto literario La comedia humana, un conjunto de casi cien novelas donde el autor revela el infierno escondido detrás de cada transacción. Al igual que los sujetos estudiados por Veblen y Renard, Balzac hace desfilar en sus novelas a personajes de una familiaridad aterradora. Ellos fallecen obsesionados por el ideal del lujo y el prestigio, empeñan su condición emocional por el placer del status, amasan fortunas que perderán en busca de más ingresos.

¿Creo ver en Balzac y en los autores mencionados radiografías de una añeja crisis económica sustentada en el endeudamiento permanente del consumidor moderno? ¿Cómo explicar la relación asimétrica entre el amplio espectro de zonas de oportunidad (disculpen si me pongo emprendedor) y la insuficiencia crónica de recursos? ¿Con que capital adquirir aquello que otros ofertan por carencia de capital? Quizá la construcción de las respuestas pueda provenir de las siguientes referencias literarias en torno al dinero, la deuda y la desgracia: El dinero (1891) de Émile Zola, El Gran Gatsby (1925) de Scott Fitzgerald, Los hijos de Sánchez (1961) del controvertido Óscar Lewis, Escoria (1978) de Issac Bashevis Singer, Dinero (1984) de Martin Amis, Brasil (1994) de John Updike, El último magnate (2019), también de Scott Fitzgerald y, obviamente, cualquiera de las más de noventa novelas del universo de Balzac.

En su libro Todo lo que sé Luis Miguel Aguilar aseveró “todo poeta tiene un infierno posible, precisamente el que no se imaginó”. Ante ello me permito la licencia artística de la adaptación: todo ciudadano tiene un infierno posible, precisamente el que no se imaginó. Y, repetidas veces, ese infierno suelen ser las deudas vitalicias en las que se soportan los malestares del hogar. Si al respecto quedan dudas salgan a caminar o, si no quieren desplazarse, contemplen la muerte de los relojes colgados en las paredes de sus salas.