Deudas vitalicias

Elvira Ávila

Si el hogar es recreación del útero, ¿con qué ánimos andan la vida los huéspedes de esa caverna?  Hace unas semanas mi padre me obsequió un reloj de pulso. El modelo es anticuado, las manecillas doradas y el extensible negro hacen que recuerde la estética carnavalesca de los obreros jubilados. Al día de hoy conservo el detalle encima de una mesa de noche, junto a una torre de libros. Sé que pasarán los meses y el único que acaricie ese instrumento de las horas muertas será el polvo del desuso.

Observo el regalo, la idea de compartir el tiempo me acerca unos pasos al asombro y unos metros al rechazo (esto en función de con quién se comparta el tiempo/espacio). El curso de la vida no es recto, es más bien accidentado, y esos accidentes suelen llevar por nombre familia, éxito u oficio. Panoramas que, adheridos al diario subsistir, contienen el deprimido cauce de la vida hogareña. ¿Cómo explicar (examino) la maravilla mexicana de convivir en ratoneras construidas con cementos de segunda, cableado eléctrico de cuarta y precios de venta de primera?  Intentaré responder con un gajo de sabiduría popular: las casas de interés social son teatro del desencanto reiterado.

Los problemas estructurales de una sociedad específica, como el estancamiento económico de México, o se resuelven a gritos al calor de unas cervezas o se disuelven por omisión colectiva.  De esto se cae en cuenta al nacer y al momento adquirir una deuda vitalicia: vivir en el anhelo. Después, con la llegada de la vida adulta, vendrá otra deuda de largo aliento: saldar el crédito a la vivienda.

En el medio de estos extremos aparecen las reproducciones y adaptaciones de extraordinarias estrategias de supervivencia doméstica. Por ejemplo, viene a mi memoria la neurosis familiar por el uso exclusivo del baño, la cocina y la palabra. Actividades que se fusionan con el consumo aspiracional y la increíble administración de los tiempos de visita, donde (por motivos de tolerancia forzada) nunca coinciden los invitados de un familiar con otro. Agregando a la ecuación el hábito de comer frente a pantallas gigantes mientras se ignora el derrumbe del entorno familiar. De suerte que, es en la intimidad de las viviendas donde los usuarios ejercitan sus manías públicas.     

“Lo que diferencia al hombre de otros animales son las preocupaciones financieras”, escribió hace más de cien años Jules Renard. Por esa misma época el sociólogo Thorstein Veblen publicaría su ensayo Teoría de la clase ociosa, una dura crítica al comportamiento alienado del gasto, el consumo y la ostentación desenfrenada. Un estudio sorprendente en su momento, el cual mantiene vigente la hipótesis central de Veblen: aquel que nada debe nada acabará por tener.

Converso con ambos autores, me hacen recordar los noventas del siglo pasado. En esos años acceder a un crédito significaba dejar en prenda el honor apalabrado, las escrituras de la casa, la responsiva de un aval y de paso un riñón. Hoy, tal cual propuso Veblen en 1899, la libertad de crédito sigue sustentándose no en la promesa del pago por el bien adquirido, sino en la renovación de la deuda. Una renovación en calidad de urgencia intermitente, de un perseguir la novedad y presumirla en eternos peregrinajes por parques, plazas comerciales y avenidas concurridas de la realidad virtual. Un uróboros económico: un volver a la meta y así retornar al punto de partida: la necesidad de endeudarse para salir de la deuda.

Los conflictos monetarios inician en una mesa, se extienden a la cama y terminan por instalarse en el hogar. De esto da cuenta Balzac en su ambicioso proyecto literario La comedia humana, un conjunto de casi cien novelas donde el autor revela el infierno escondido detrás de cada transacción. Al igual que los sujetos estudiados por Veblen y Renard, Balzac hace desfilar en sus novelas a personajes de una familiaridad aterradora. Ellos fallecen obsesionados por el ideal del lujo y el prestigio, empeñan su condición emocional por el placer del status, amasan fortunas que perderán en busca de más ingresos.

¿Creo ver en Balzac y en los autores mencionados radiografías de una añeja crisis económica sustentada en el endeudamiento permanente del consumidor moderno? ¿Cómo explicar la relación asimétrica entre el amplio espectro de zonas de oportunidad (disculpen si me pongo emprendedor) y la insuficiencia crónica de recursos? ¿Con que capital adquirir aquello que otros ofertan por carencia de capital? Quizá la construcción de las respuestas pueda provenir de las siguientes referencias literarias en torno al dinero, la deuda y la desgracia: El dinero (1891) de Émile Zola, El Gran Gatsby (1925) de Scott Fitzgerald, Los hijos de Sánchez (1961) del controvertido Óscar Lewis, Escoria (1978) de Issac Bashevis Singer, Dinero (1984) de Martin Amis, Brasil (1994) de John Updike, El último magnate (2019), también de Scott Fitzgerald y, obviamente, cualquiera de las más de noventa novelas del universo de Balzac.

En su libro Todo lo que sé Luis Miguel Aguilar aseveró “todo poeta tiene un infierno posible, precisamente el que no se imaginó”. Ante ello me permito la licencia artística de la adaptación: todo ciudadano tiene un infierno posible, precisamente el que no se imaginó. Y, repetidas veces, ese infierno suelen ser las deudas vitalicias en las que se soportan los malestares del hogar. Si al respecto quedan dudas salgan a caminar o, si no quieren desplazarse, contemplen la muerte de los relojes colgados en las paredes de sus salas.

Autor: Elvira Ávila

Dando el mal ejemplo.

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