Elvira Ávila
Son las contradicciones las que dan sentido a los cambios inesperados. A mediados de septiembre tuve una conversación telefónica con mi madre biológica. Ella, mujer sola y herida por malestares físicos y mentales, me preguntaba en una angustia circular por qué los tiempos de ahora no son los tiempos de antes.
—Los tiempos cambian —contesté sin ánimos de profundizar.
—Sí, pero porqué cambian— insistió con voz empañada.
—¿Dónde te agarró el temblor? — le pregunté a quema ropa. Preferí cambiar el tema, pues, de sobra tengo aprendidas las mañas de los advenedizos.
La llamada discurrió en tópicos del clima y preguntas aleatorias, de esas que buscan espantar el silencio de las noches. Sin más nos despedimos. Es el día que no sé nada de ella. Sin embargo, confieso que su pregunta cimbró mi esquelética existencia. “Por qué los tiempos cambian”, recordé. “Por qué no habrían de hacerlo”, rematé. Esto me llevó a pensar en la inmanencia cotidiana de los cambios y las transformaciones, proceso inconcluso (y por inconcluso falible) donde navegan los huérfanos de futuro. Por ello decidí acudir a las reflexiones de dos antiguos maestros: Peter Berger y Thomas Luckmann.
Allá por el lejano año de 1995 esta dupla publicó Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. La orientación del hombre moderno, un tratado de sociología crítica sobre los resortes emocionales de la angustia contemporánea. Ahí, apenas abrir el libro, la narración atrapa al lector en una espiral de reflexiones expansivas. Respecto a las nuevas formas de desorientación social (compaginadas a la angustia telefónica de mi madre ausente) y la autenticidad histórica de nuestras tristezas comentan los autores: ¿No podría ser que tan sólo estuviéramos oyendo la joven repetición de un viejo lamento? ¿No será la queja con que se expresa la sensación angustiante que ha invadido una y otra vez a la humanidad al enfrentarse a un mundo que se ha vuelto inestable? ¿No será aquel viejo lamento de que la existencia humana es sólo un camino hacia la muerte? ¿No será, añado, que a unos la conciencia prematura del envejecimiento nos relaja mientras que a otros cada día transcurrido les significa despedirse de tiempos irrepetibles?
Sobre el malestar que producen las conductas humanas en y por el tiempo Tzvetan Todorov supo decir nada más triste que ver repetirse la historia. Cuál historia preguntará el quisquilloso de turno, la historia cotidiana: la que se hace día a día y que por repetición constante troca en extraordinaria. El lamento de Todorov abreva de la tradición fatalista expresada por Marx y Hegel: la historia ocurre dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa. ¿Cómo distinguir una de otra? ¿Una sucede a la siguiente o, quizás, ambas habitan el mismo tiempo/espacio? ¿En cuál de ellas nos encontramos ahora?
El fracaso moderno es un lamento reciclado por la no veloz comprensión de la fugacidad permanente. Dicho de otro modo, la farsa contemporánea reposa su dinámica en una mitad mundial ofendida porque la otra mitad no acata sus demandas. Una simple suma de elementos demuestra que ni la una busca entender a la otra ni la otra quiere atender a la una. El nulo concilio entre ambas partes y el auge de la angustia ensimismada traen a mí las palabras de Fitzgerald al finalizar El Gran Gatsby: avanzamos en una barca, siempre remando hacia atrás. Acaso, murmuro, ¿hay otra ruta?
Esta nostalgia depresiva por un pasado inmediato confirma aquello que el filósofo rumano Lucien Goldmann reflexionaba al decir que el problema de la historia es la historia del problema. La frase de Goldmann no es un juego verbal de espejos, al contrario, es una demostración de síntesis exacta, “tautología para ansiosos”, si fuese necesario un título apresurado. A través de ella Goldman nos aproxima a un método de razonamiento insólito: plantarle cara a La Vida (sí, con mayúsculas) mientras ella nos siembra dudas en la espalda. También expresa otra enseñanza: quien se acerca al arte esperando soluciones o está perdiendo el tiempo o aún no muda de dientes. Si esto genera desilusión, revelar la inutilidad del arte en asuntos prácticos de la vida ordinaria, imaginen la zozobra de quienes huyen de los influjos del arte en sus angustias.
¿Qué orfandad nos emparenta? Me asomo por la ventana de mi habitación, mis relecturas me hacen ver un desfile de cuerpos encaminados a la muerte. En ese peregrinar los usuarios de esos cuerpos evitan comprometerse más allá del diario subsistir. Educan su civilidad en orfandades de convivencia: se interrumpen al hablar, en cada oportunidad imponen al prójimo sus desdichas y vanidades ideológicas. Palabra tras palabra la queja reiterativa los transforma en huérfanos de la concordia. Al verles las palabras de Pessoa cruzan mi memoria: herederos de la destrucción y de sus resultados, eso somos. Su sentencia me permite comprender que mientras los muros de la ignorancia funcional multiplican las caras de la orfandad se sufre la peor de las tragedias: habitar la realidad.
Advertir las tristezas del mundo nos convierte en coleccionistas de ausencias, de ello me convenzo cada vez que busco comunicarme con amistades o familiares distanciados. Esto ha hecho que jubile toda esperanza de comunicación ajena al reproche intergeneracional, la broma hiriente, el reclamo de moda y la hospitalidad hostil. Ignoro si acabe mis días en un nicho o en una caverna, no lo sé y por ahora no me preocupa. No obstante, hasta que encuentre indicios seguiré atendiendo amablemente a esos conjuntos de órganos sin sentido que se presumen humanos.