Elvira Ávila
En su extensa mayoría somos unos desarropados verbales, unos impresentables de altura, indispuestos a hurgar más allá de las mismas viejas quejas de tendencia semanal. También, considero, la superficialidad es el nivel más profundo al que aspiran esas protuberancias digitales llamadas usuarios.
A través de los siglos la literatura ha intentado transferir la angustia humana a futuras generaciones. Prueba de ello se verifica en las obras de Amery; Auschwitz, ¿comienza el siglo?, Cioran; La caída en el tiempo, Gadamer; El estado oculto de la salud, Gombrowicz; Contra los poetas, Kertész; Un instante de silencio en el paredón o en cualquier clásico literario convertido en serie pasajera.
La esencia de las obras trascendentales en la historia de la literatura universal no es otra que la reiteración del fracaso, la derrota como punto de partida y de llegada. Este rasgo es extraído del ser humano común, ese que un día despierta con un coágulo en el cerebro o vive con tumores parlantes que nunca acaba de amamantar.
En sentido inverso, la alianza entre el sedentarismo reflexivo y el terrorismo publicitario promueven éticas financieras enemigas de la reflexión no monetizable. A todas luces rechazan el error, la curiosidad, el arte no decorativo, dicho en términos afroantillanos: huyen del contrapunteo de voces.
Frente a esta gran ventana sin paredes me pregunto: ¿qué nos da valor para mostrarnos públicamente? ¿qué ofrendar a los militantes de la imbecilidad digitalizada? Acaso, ¿asombro?, acaso, ¿aplausos?, acaso, ¿nada? No contamos con cimientos que amortigüen el impacto en caída libre del fracaso generacional, tampoco con interés por procurar herramientas transitorias para tales efectos. Contamos, bien mencionaba Baudrillard, con simulación. Simulación operacional que premia la apariencia y el beneficio por encima del contenido.
El incremento de hábitos empresariales en niños que subastan sus juguetes con la ambición de más entretenimiento a domicilio confirma la renovación bancaria de la crisis. Infancias desentendidas de su ignorancia funcional, educadas en entornos repelentes al pensamiento político más allá del voto o reformas legislativas. Ciudadanos inmersos en el acaparamiento de placeres, herederos de una ansiedad electrificada.
No apresuro mis pronósticos. Entiendo que frente al ascenso del emprendimiento (novedoso término para referir la esclavitud por cuenta propia) no existe tal cosa como la muerte del conocimiento. (¿Qué es conocer? ¡Bah! Seguramente habrá mil videoconferencias donde promulguen esas respuestas). Existen aproximaciones vitales al conocimiento, basta contemplar el péndulo otoñal de las hojas para comprender que lo improbable es lo inmediato, de ahí en adelante todo es vanidad.
De lo que sí tengo nociones es de la moralidad civil moderna, aunque advertir esto no requiere lecturas especializadas o largas meditaciones: basta asomarse al balcón con una taza de café.
La víscera ciudadana, abocada al palpitar delirante del revanchismo urbano, embarra todo a su paso. Troncos, lenguas y muslos insatisfechos de grasas, azúcares, tintas e ideologías industrializadas: carnaval de cabezas parlantes. Teatro guiñol en vivo. Seres urbanos sin urbanidad, marginalizados por aspiraciones más elevadas que la totalidad de sus sueldos. Víctimas de sus circunstancias, de sus opiniones cíclicas. Enfrascados en batallas conceptuales amenizan (vaya palabra) desde una protesta masiva hasta la venta de perfumes subversivos.
Mientras tal ecuación cae por su evidente desequilibrio, la opinión de Georges Bataille resuena al final de la tarde: la gran tragedia de la comunidad civil es haber fracasado en todo. En su no organización, su no comunicación, en su no hacer haciendo. La vida como simulacro o el simulacro de la vida, da lo mismo: para que nada apremie que nada permanezca, sólo la silenciosa resignación del presente continuo.
No en vano, Antonio Machado creía que por su naturaleza paradójica y salvaje el hombre es una bestia urgida de lógica. La democracia del conocimiento inalámbrico acorta las distancias lógicas entre la necesidad inventada y la solución ofrecida, hoy esta bestia puede ser lo que le plazca: superhéroe, tiro al blanco o mártir incendiario de consignas fosilizadas. Asimismo, amasar grandes fortunas y toneladas de plástico y fierro a las que llamará patrimonio sin si quiera saber hilar dos palabras en un diálogo ordinario.
El desprecio por las funciones básicas del lenguaje (escuchar, leer, conversar y escribir) no dejan bien parada a la especie humana. El único rasgo diferencial con la animalidad instintiva de los buitres o los orangutanes permanece a la baja, somos vidas en retroceso. Nervio medular del mecanismo abocado a reproducir derrotas y frustraciones, condenados a la ceguera comunicativa. Negación de la negación que, sin importar las operaciones matemáticas más básicas, jamás dará resultados positivos.
Adaptarse y avanzar, ¿adaptarse y avanzar? ¡Sí! ¡Adaptarse y avanzar! ¡Puff! Adaptarse… y, avanzar… Con qué sentido, qué rumbo. Pese al amansamiento tecnológico y el escenario a penas descrito creo necesario fracasar constantemente. Fracasar con el anhelo arqueológico de hallar nuevas versiones de la estupidez humana, hazaña no imposible de cumplir.
Si no sufren de alergia a la lectura, afección extraña en quien haya llegado hasta aquí, acerquen sus pasos a Nagel, Michéa, Horkheimer, Pessoa, González de Alba, Sánchez Andraka, Camps… esto, quizá, disminuya el aforo del estercolero social.