«¿Acaso pensamos, por hablar sólo de lo referente a las letras, que la posteridad tendrá mayor número de poetas excelentes, de escritores óptimos, de filósofos auténticos y profundos? Porque está visto que sólo éstos pueden conceder digna estima a sus semejantes. ¿O quizá que el juicio de éstos tendrá mayor eficacia en la multitud que ahora tiene la de los mejores de nuestro presente sobre ella? ¿Creemos acaso que en el común de los hombres las facultades del corazón, de la imaginación, del intelecto, serán mayores de lo que lo son hoy?» Quien aquí ha hablado es la decepción escéptica del poeta Giacomo Leopardi. A su modo, el pesimista italiano depositó en el tiempo su esperanza de liberación crítica. Sabiendo de antemano que el futuro no es más que la permanencia del pasado por otros medios, Leopardi fantaseó un destino mejor. Pobre maestro, ¿qué palabras largaría si estuviese en nuestro ahora?
Lejanas parecen ya las noches en que los adultos de mi infancia abarataban a gritos el viejo televisor de la sala. Sentían exactamente lo mismo al insultar un arcoíris que a un cocinero de Macedonia. Si aparecían en pantalla, eran reales. Entonces, tenían que fusilarlos, aunque fuese con palabras. Al servicio de la impotencia crónica y la venganza escalonada, la tecnología ha vuelto portátil el campo de batalla. Hoy en día, a diferencia de aquellas noches infantiles que relato, cualquiera tiene acceso digital a múltiples guerras intestinas. (Qué decir de las domésticas o laborales, si es bien sabido que el trabajo no dignifica y la familia es un infierno intermitente). Mañana, tarde y noche cantidades óptimas de enfado viralizado atomizan el ambiente, incendian las charlas más estériles, demuelen reputaciones e inauguran enemistades.
“Típicas conductas de cualquier patio de vecindad”, se me dirá con los hombros encogidos, a lo que habré de asentir y agregar: la idea de vecindad, de comunidad imaginada (en palabras de Anderson), cae vencida por el tonelaje egolátrico de sus inquilinos. Estos inquilinos (ustedes, nosotros y el punitivo e impersonal ellos) han renunciado a una serie de habilidades de convivencia, de estancia no competitiva con el entorno y sus alrededores. “Cada voto es una neurosis”, le escuché decir en algún texto a Pedro Saborido, retomo y adapto su sabiduría a las circunstancias del texto en curso: cada vecino es una neurosis.
Intento enunciar aquí, si es que acaso resbalo sobre ambigüedades, la alegre disposición a la idiotez premeditada y a la estupidez dañina que gobiernan gran parte de la comunicación actual. No acuso el avance ni el desarrollo de nuevas tecnologías, tampoco quemo mis naves por reunir evidencias que expliquen el envilecimiento moderno de las sociedades hiperconectadas, mis digresiones son otras. Señalo, más bien, el enanismo ético y la descarada adecuación digital del milenario deporte del castigo, el parloteo y el espionaje.
«La urbanidad prescribe no tratar de uno mismo. La literatura no consciente tratar del amigo sin tratar de uno mismo», escribió Juan García Hortelano. Al desdoblar la máxima de Hortelano vemos partir las direcciones éticas por caminos diferentes sólo para reencontrarse en el mismo punto de partida: el nosotros frente al ustedes. La lectura, la escritura, la conversación y el vagabundeo cortés no son habilidades que caractericen al ser urbano huérfano de urbanidad, tampoco a los artistas o escritores autorreferenciales. Estas habilidades de relación reflexiva, entiendo desde mi experiencia, son más bien ganancias imprevistas y no cínicas pretensiones de superioridad moral. No obstante, toda ganancia tiene su contrapartida: la pérdida de un algo, de un alguien.
Renuncia y victoria, eslabones opuestos de una misma cadena invisible atada al cuello de la sociedad civil. ¿Es, acaso, la renuncia el principio emancipatorio al cual aspira la especie humana desde que el mundo es mundo? La gramática parda, o llamada comúnmente escuela de la vida, nos recuerda día a día que somos animales de costumbres: quistes vertebrados con lenguaje. Si la verdad (n)os hará libres, como asevera la mitología cristiana, esto supondría renunciar masivamente al sometimiento, la trivialidad y a la mentira. Vistos así, los planteamientos bíblicos, poéticos y literarios de las sa(n)gradas escrituras, de Leopardi y García Hortelano coinciden en la idea de un nuevo principio, un Hard Reset dicho en términos tecnocráticos: una nueva madeja de mitos acondicionados a la etapa moderna. Mitos construidos sobre saberes y conocimientos añejos, tan añejos que se sobrentienden o se desechan.
Fue Cioran quien reveló que el verdadero conocimiento (no el de utilería) tiene dos vías de acceso: o bien por la erudición o bien por las lágrimas. La vía de la erudición referencia el rumbo del eclecticismo metódico, del preguntarse el porqué de los cómo; la vía de las lágrimas informa los procesos cotidianos de aprendizaje inaudito. Dicho en papel ambas propuestas son, cuando menos, asequibles, puestas en práctica son sabidurías en movimiento.
Vuelvo a lo establecido, renunciar es rechazar al destino de alguien más. Y es que es ahí, desde el rechazo, y no de ningún otro escenario, que uno reafirma su estancia en la tierra. Basta observar la ristra de los rechazos modernos y ver disminuir cualquier sospecha de avance social. Rechazo a la soledad, a las opiniones robustas, a ceder el paso y la palabra, a lo cardinal por lo accesorio. Rechazo a la polémica creativa, a la imaginación desbordada, rechazo a toda sombra que ensombrezca nuestros protagonismos virtuales, rechazo a todo aquello que motive sonrisas en las ventanas, vaya vida…
Han pasado los años y aún conservo el asombro ante quienes se dejan las vísceras en querellas mediatizadas. Comprendo, desde el silencio contemplativo, que estos adultos de mi infancia y de mi ahora han encontrado en la eléctrica palma de sus manos extrañas propiedades terapéuticas contra sus frustraciones vitales. Son otros tiempos. Ahora, el rostro de los enemigos es semanal, intercambiable. Lo que no cambia es la amnesia, la desmemoria crónica, la entrega total a la cínica banalidad cotidiana, aunque de esto ya daba cuenta Borges: «la meta es el olvido/ tú has llegado antes». No los distraigo más, olviden estas palabras expresadas al viento, continúen amamantando la desgracia de vivirse.
Elvira Ávila