—Te lo advierto: tengo un carácter aborregado, básico, como se dice ahora. Si mis ideas te noquean de aburrimiento dímelo y encontraré la manera de no fastidiarte más.
Las palabras anteriores son un apretado resumen de opiniones hacia mi presencia en la vida de varias almas. Amistades primerizas, compañeros laborales, familiares, colegas de estudio, lectores de mi obra, borrachos de banqueta y callejón, músicos callejeros, vendedores ambulantes, madres y padres de amigos, conocidos de conocidos: seres de fugacidad permanente. A todos suelo responder con una sonrisa sincera y algún comentario que retorne la conversación a un punto de interés compartido. Generalmente funciona, y, generalmente la situación se repite.
Los ideales y los prejuicios no sólo merman el dinamismo de la vida pública, también desgastan la imaginación popular en actos monótonos e infértiles. Sirvan de ejemplo, el desprecio colectivo al arte no ornamental y el aplauso rencoroso de quien sabe que ignora más por un desinterés arrogante que por falta de formación. Esto viene a cuento, en tanto, a la desestima hacia quienes apostamos las arrugadas cartas de la conversación a un juego civilizatorio de antemano perdido: el encuentro dialogal con el Otro.
Fuera de la mística abstracción pseudointelectual el Otro, lo Otro, no es otra maldita cosa que uno y su sombra refractada en el todo. También, el Otro, es el desplazado por penurias insostenibles, herido de muerte en un cruce de balas verbales; mártir, sangriento bufón fugaz del reino de la impotencia y la banalidad. Al otro se le endilga por el acto simple de caminar y palpitar. La poeta Nuria Parés descifró el oficio del escritor: «dedicarse a la observación tranquila de la gente común, a la descripción de los fracasos de la naturaleza humana y la mezquindad que rodea la vida cotidiana”. En una palabra, el escritor no sólo está atento al otro, está a su servicio. Escribir es, en primera instancia, abandonarse.
Leo a Parés, contemplo al otro: autorretrato de mi escritura. Frente a mí se revela el deambular de la gente común, agresivas ceremonias de proximidad humana que confirman la decadencia del animal que piensa, pero no razona. No obstante, freno el impulso voraz del juicio apresurado. Me obligo a contemplar eso que Artaud denominó el chorro de sangre, es decir, la ordinaria subsistencia humana.
Por momentos miro la vidacomo un cuento clásico de la literatura rusa. Los maestros de estas historias glaciales (Pushkin, Chejov, Lermonontov…) relatan el disgusto ordinario que trae consigo la vida en sociedad. En sus cuentos se huele la angustia, la desazón inunda el ambiente, cada palabra y descuido afantasma la felicidad de los personajes. El latido que agoniza en estos relatos es el que nace cada mañana para morir en el ocaso: lo mismo sufre un empresario de pompas fúnebres, que un funcionario público, que un soldado ludópata en pleno campo de batalla o la abuela de un asesino alcoholizado.
A diferencia del afán moderno por la prisa y sus derivados, los personajes rusos caminan, aman y odian en cámara lenta. El frío de San Petersburgo los relega al silencio, aunque no por esto desconocen el hambre, el amor y la ruindad. En un sentido paralelo, al igual que en la Rusia zarista, el desfallecimiento de la convivencia inofensiva es moneda de cambio en la época que corre. Aquí y allá se reparten opiniones y regaños como silbatos en carnaval.
De esto caigo en cuenta al escuchar la subestimación con que ciertas voces observan el mundo. Parados en un ladrillo se marean con la altura de conflictos pasajeros, reprueban lo extraordinario y persiguen lo predecible. Al comparar mis tropiezos con la gente común y la trama de los cuentos rusos advierto el abandono temperamental de la conversación razonada.
Arrinconados por las demasiadas prisas los nativos digitales y pedestres dan por sentado aquello que superficialmente intuyen. De antemano convienen que el otro existe fuera de ellos, nunca dentro o en sus contornos. En un sentido inverso, el otro es tópico preferido por los intelectuales. Largos y numerosos ensayos han sido escritos en torno a la génesis y aniquilación del otro. ¿Resultados? Conceptos, teorías, axiomas y etiquetas clasificatorias. Nada nuevo bajo el sol.
El otro, la gente común, se apersona como un conjunto de signos tristes y difusos. (A modo de ejemplo, sin ir más lejos, tomen las dos primeras líneas de estas reflexiones). Y aunque esto sea costumbre, mi curiosidad me convence de lo dicho y lo contrario: la vía de acceso directo al otro es su negación, negarlo es afirmarlo.
Todo escritor comprometido con el oficio se mantiene pendiente de las tempestades de su era, los cuentistas rusos hicieron lo propio inmortalizando a sus otros contemporáneos. Inicialmente a partir de la broma, la ironía, y el sarcasmo. Tiempo después domiciliaron sus textos en la mueca, la melancolía y el desaliento. Quizá vendría bien un silencio repaso de sus ideas y sus anhelos. Quizá, si es que la celeridad del presente no nos sepulta antes.
A propósito de la guerra en turno, les sugiero cualquier cuento de Gogol o de Bábel (cronistas ucranianos de la decadencia humana) en ellos se ventila la tragedia actual, sólo que escrita hace cien años. Seguimos sin aprender, así las cosas.
Elvira Ávila
Saludos y mis respetos desde la sombra en el espejo maestro !
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Saludos, Valiona, desde el otro lado del espejo.
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