El turista y el idiota     

¿Qué esperar de sociedades sobrealimentadas de incomunicación y psicosis mediática? En su novela autobiográfica Pelando la cebolla (1999) Günter Grass recuerda su paso por las Juventudes Hitlerianas: «¿iban en esa dirección mis deseos? ¿Se mezclaba al caos de mis ensoñaciones alguna nostalgia de muerte? ¿Quería ver mi nombre inmortalizado y orlado de negro? Probablemente no. Sin duda habré sido egoísta y solitario, pero, por mi edad, no estaba harto de vivir. Entonces, ¿es que era sólo idiota?»

Previo al pensamiento de Grass, en 1906, Ambrose Bierce definiría al idiota en su Diccionario del Diablo: «miembro de una vasta y numerosa tribu cuya influencia en los asuntos humanos ha sido siempre dominante. La actividad del Idiota no se limita a ningún campo especial de pensamiento o acción, sino que “satura y regula todo”. Siempre tiene la última palabra; su decisión es inapelable. Establece las modas de opinión y el gusto, dicta las limitaciones del lenguaje, fija las normas de la conducta». Sumadas las opiniones de ambos autores bien podría acuñarse un nuevo término; idiota: ser temperamental, sin satisfacción ni reposo.

Si la idea de una comunidad en armonía, pendiente a sus necesidades y comprometida a la preservación de sus bienes públicos, es más un ensueño atemporal que una realidad vigente. Y, si es la misma negación del silencio y la soledad premeditada (solitariedad, diría Unamuno) la que enfatizan la ausencia civil de estas virtudes prácticas, de qué estamos hablando. ¿De una comunidad idiotizada? O, quizá, ¿de una comunidad de idiotas? Atendiendo el pronóstico de Bataille sobre el fracaso moderno de la organización comunal estaríamos, por inferencia, ante una comunidad de idiotas.

Ahora bien, en el entendido de estar frente, incluso dentro, de dicha comunidad cabe ser sensatos y pasar desapercibidos. No corregir ni contradecir al entorno o a sus habitantes, por el contrario, limitarse a contemplar sus existencias como quien detrás de una cerveza ve morir la tarde.

Si en el acto sugerido uno acumula fuerzas y decide continuar en la aventura pronto entenderá que dicha empresa corresponde a una pretensión estéril o a un pasatiempo perverso. Que no hay tal cosa como el destino y que cualquier intento de progreso compartido dejará a varios soñadores olímpicamente mal parados. Dicho de otro modo, la prudencia luminosa radica en adquirir valor y desaparecer cinco minutos antes de convertirse en un idiota.

En sintonía con Flaubert, que de los imbéciles decía que son todos los que no piensan como uno, el idiota se caracteriza por ignorar un detalle mayúsculo: el idioma. Viajar a otro país de habla hispana es, en sentido estricto, una odisea lingüística. Suponer, obscura costumbre de perezosos y advenedizos, que las similitudes idiomáticas nos acercarán a los aldeanos es una ingenuidad recurrente en el equipaje de cualquier turista ordinario. Basta cruzar la avenida y comprobar que no hay entendimiento, hay usura y simulación.

Si bien el turista y el idiota comparten no estar instruidos sobre los ritmos del terreno en que desplazan sus huesos, la diferencia entre el uno y el otro es sustancial.  Mientras los aldeanos avispados se aprovechan del viajero distraído, los mismos oportunistas huyen del reducido verbal. La sabiduría de los aldeanos es demoledora. Ellos comprenden de sobra que cobrar es mejor que soportar.

Como quien vuelve a su destino veraniego favorito, yo, vuelvo a lo conocido, vuelvo a Günter Grass. En él la idiotez (el idiota) es veloz. En sus palabras se distinguen la inercia, la velocidad y la incertidumbre de sospecharse idiota. Sus preguntas sitúan al idiota en un tiempo circular, un deambular ciego y sordo, orquestado por la prisa visceral de un ahora permanente.

En Bierce, la idiotez (el idiota) es tridimensional y geométrica; largo, ancho y alto. Sus descripciones retratan al idiota como parte única de un conjunto. Al afirmar que él mismo (el idiota) es su propio espacio está negando el espacio común, es decir, niega lo público, lo comunal. El caso de Flaubert es especial, pues, presenta una carga de antropología pesimista: el otro (el idiota) se agiganta como un estorbo intermitente. Un enemigo en potencia, incapaz de adivinar lo que ocurre fuera de su limitado perímetro de sospecha inalterable.

Si intento responder a la pregunta inicial del texto tendría que declinar mis energías hacia Xavier Roca-Ferrer quien, en su ensayo El mono ansioso. Biografía de la angustia, la melancolía, el hastío y la depresión (2020), no traga saliva al opinar «(…) hoy todo parece posible. No hay reglas. Nos movemos en un mundo de indiferencia y del “¿por qué no?”, en el que las supersticiones más absurdas se consideran tan respetables como las posiciones científicas más rigurosas. En lo intelectual, la democracia y la web igualan al sabio y al imbécil». También, al turista y al idiota, agregaría por mí parte.  

Elvira Ávila

Autor: Elvira Ávila

Dando el mal ejemplo.

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