Elvira Ávila
La permanencia del deterioro es autorretrato de la época. En mis vagabundeos visuales di con una fotografía de apariencia ingenua y agradable. El escenario retratado es la Plaza Vasco de Quiroga, en Pátzcuaro, Michoacán. La fecha 1950. En la imagen un grupo de artesanos ha colgado sobre una cuerda sus textiles elaborados, un hombre hace lo propio con un ejército de sombreros a ras de suelo.
Observo la foto, destaco algunas ausencias en la melancolía que despide la imagen: los ahí presentes no tienen prisa, no se aglutinan, pese a las carencias materiales se adaptan al entorno físico. Vuelvo a observar la foto, destaco procesos históricos en torno al momento: durante el mandato presidencial de Lázaro Cárdenas la reforma agraria cambió la propiedad agrícola de privada a comunal. Los indígenas campesinos fueron desplazados a la ciudad y con ellos sus hábitos y expresiones estéticas, las cuales encontraron refugio económico en las recién creadas ferias de artesanías. Setenta y dos años después de haber sido tomada esta foto, pienso, ¿qué de todo esto permanece ahora? ¿Qué de todo esto es distinto hoy?
Fue Karel Kosik quien aseguró “la prisa es enemiga de la confidencia y de la intimidad; cuando las personas se sienten urgidas y faltas de tiempo, hostigadas por la visión de un posible retraso, es imposible establecer una relación de proximidad y confianza mutua”. Kosik describe el retraso a modo de holograma, un espejismo moderno, como una gran puerta de acceso masivo a un futuro clausurado. Ese retraso, comienzo a comprender, gravita gran parte de nuestras vidas: ser puntuales con quienes no nos esperan, coleccionar pretextos, negarse experiencias, acumular enemistades y perecer de edad quejándose del presente.
Al caminar por las calles del que presume ser “mi país” reitero la vigencia del método peripatético. Dicha aproximación al saber basa sus principios en el andar en torno a un algo, una idea o un alguien. (En el griego culto patein remite al acto de deambular. Peri, a su vez, refiere circunferencia). Deambular en círculos, ejercitando cuerpo y lenguaje a través de conversaciones con el entorno, sospechando siempre de la tranquilidad urbana.
La condición pedestre del método estimula el intercambio entre símbolos y signos. Olores, gritos y miradas, el diario peregrinar de cuerpos expulsados a la decadencia compartida del espacio colectivo, “en lugar de lo íntimo aparecen la distancia y la extrañeza, el cálculo frío y el razonamiento utilitario y pragmático que desconoce la fascinación y turbación que despiertan las cosas”, remata Kosik al hacer referencia del declive ético a finales de los años noventa. En otras palabras, se activa el sobrevivir caótico, el no matarse a trompadas hasta con la propia sombra, el volver a casa a recargar impotencias.
En buena medida, hablamos porque tenemos boca, no porque tengamos ideas. Esto se confirma en conversaciones ordinarias y en la ignorancia arrogante del ciudadano común. Este insecto urbano presume conocer la calle, también su país. Lo que desconoce es que tal hazaña no es real. La calle funda y aniquila lo imposible, de ahí la incapacidad de conocerla (si acaso, se le intuye, no más). Los países son tumbas, accidentes geográficos, que uno carga a cuestas incluso después de muerto. Sobre estos espacios de carencias compartidas (la calle, los países) opinan todos, incluso quienes ni por error los pisan, es decir, los reos y los políticos.
El catálogo de escritores encarcelados por comunicar sus opiniones en contra de la represión estatal y la enajenación del ciudadano moderno es extenso y bien nutrido: Antonio Gramsci, Eleuterio Sánchez Rodríguez, Hannah Arent, Jeanne Marie Bouvier de la Motte Guyon (Madame Guyon), Miguel de Cervantes, Fiódor Dostoeievski, Aleksandr Solzhenitsyn, Henry David Thoreau, Chester Himes, José Revueltas, Óscar Wilde, Arthur Rimbaud, Miguel Hernández, Roque Dalton, Voltaire, Lydia Cacho y Walter Benjamin (sólo por mencionar algunos).
A todos ellos les preocupaba la degradación del pensamiento crítico, las condiciones marginales de políticas públicas en materia de salud, educación y economía para el ciudadano común. Dicho de otra forma, a su modo advirtieron los malestares descritos en la fotografía michoacana de 1950. Pese a ello, o quizá por ello, Benjamin largó cinco palabras lapidarias, la calle es literatura panorámica. La frase deriva mis reflexiones al oficio que me acompaña: la escritura, también a mi recurrencia andariega: la calle.
El panorama literario callejero se presenta como tragedia en los dedos amputados del carnicero (gajes del oficio) que día a día raciona las grasas y proteínas en nuestras mesas. Como desgracia en las silenciosas muecas de las empleadas domésticas al compartir su cuerpo con dolores cervicales. Como júbilo sabatino en los artesanos de la construcción y su apasionada entrega al alcohol y a las botanas al pie de una obra negra. Como idealismo colectivo en alguna marcha en turno.
Cortesía de mi parte a generaciones no lectoras, no se es callejero por recorrer los lomos de la ciudad. Tampoco por reclamar espacios apropiados desde la domesticación económica y el insulto programado. Se es callejero por navegar las letras como las calles, desde la palabra. Considero necesario establecer que si presumo mi condición de callejero es porque la asumo. Porque al día de hoy puedo decir que la literatura y la calle deben andarse con desconfianza: con el debido respeto que despierta lo desconocido, con la plena certeza que los buenos desenlaces inauguran malestares.
¿De dónde proviene esta angustia, esta caída libre en la inercia cotidiana? Permanecer para los que están y aun para los que se fueron. Borrar el camino andado. Beber un buen vino en silencio. Contemplar el impulso de una nación apalancada en sus vanidades ideológicas, el culto al ocio, la ignorancia funcional y el rechazo a la conversación. Así era la vida cuando tomaron la foto michoacana, así continúa hasta el final de este escrito.
Miro la calle, releo a Gabriela Mistral, con su maestría resume lo que he intentado expresar: otra vez somos lo que fuimos, otra vez soy lo que fui: un lector, un callejero.