Callejero

Elvira Ávila

La permanencia del deterioro es autorretrato de la época. En mis vagabundeos visuales di con una fotografía de apariencia ingenua y agradable. El escenario retratado es la Plaza Vasco de Quiroga, en Pátzcuaro, Michoacán. La fecha 1950. En la imagen un grupo de artesanos ha colgado sobre una cuerda sus textiles elaborados, un hombre hace lo propio con un ejército de sombreros a ras de suelo.

Observo la foto, destaco algunas ausencias en la melancolía que despide la imagen: los ahí presentes no tienen prisa, no se aglutinan, pese a las carencias materiales se adaptan al entorno físico. Vuelvo a observar la foto, destaco procesos históricos en torno al momento: durante el mandato presidencial de Lázaro Cárdenas la reforma agraria cambió la propiedad agrícola de privada a comunal. Los indígenas campesinos fueron desplazados a la ciudad y con ellos sus hábitos y expresiones estéticas, las cuales encontraron refugio económico en las recién creadas ferias de artesanías. Setenta y dos años después de haber sido tomada esta foto, pienso, ¿qué de todo esto permanece ahora? ¿Qué de todo esto es distinto hoy?

Fue Karel Kosik quien aseguró “la prisa es enemiga de la confidencia y de la intimidad; cuando las personas se sienten urgidas y faltas de tiempo, hostigadas por la visión de un posible retraso, es imposible establecer una relación de proximidad y confianza mutua”. Kosik describe el retraso a modo de holograma, un espejismo moderno, como una gran puerta de acceso masivo a un futuro clausurado. Ese retraso, comienzo a comprender, gravita gran parte de nuestras vidas: ser puntuales con quienes no nos esperan, coleccionar pretextos, negarse experiencias, acumular enemistades y perecer de edad quejándose del presente.

Al caminar por las calles del que presume ser “mi país” reitero la vigencia del método peripatético. Dicha aproximación al saber basa sus principios en el andar en torno a un algo, una idea o un alguien. (En el griego culto patein remite al acto de deambular. Peri, a su vez, refiere circunferencia). Deambular en círculos, ejercitando cuerpo y lenguaje a través de conversaciones con el entorno, sospechando siempre de la tranquilidad urbana.

La condición pedestre del método estimula el intercambio entre símbolos y signos. Olores, gritos y miradas, el diario peregrinar de cuerpos expulsados a la decadencia compartida del espacio colectivo, “en lugar de lo íntimo aparecen la distancia y la extrañeza, el cálculo frío y el razonamiento utilitario y pragmático que desconoce la fascinación y turbación que despiertan las cosas”, remata Kosik al hacer referencia del declive ético a finales de los años noventa. En otras palabras, se activa el sobrevivir caótico, el no matarse a trompadas hasta con la propia sombra, el volver a casa a recargar impotencias.

En buena medida, hablamos porque tenemos boca, no porque tengamos ideas. Esto se confirma en conversaciones ordinarias y en la ignorancia arrogante del ciudadano común. Este insecto urbano presume conocer la calle, también su país. Lo que desconoce es que tal hazaña no es real. La calle funda y aniquila lo imposible, de ahí la incapacidad de conocerla (si acaso, se le intuye, no más). Los países son tumbas, accidentes geográficos, que uno carga a cuestas incluso después de muerto. Sobre estos espacios de carencias compartidas (la calle, los países) opinan todos, incluso quienes ni por error los pisan, es decir, los reos y los políticos.

El catálogo de escritores encarcelados por comunicar sus opiniones en contra de la represión estatal y la enajenación del ciudadano moderno es extenso y bien nutrido: Antonio Gramsci, Eleuterio Sánchez Rodríguez, Hannah Arent, Jeanne Marie Bouvier de la Motte Guyon (Madame Guyon), Miguel de Cervantes, Fiódor Dostoeievski, Aleksandr Solzhenitsyn, Henry David Thoreau, Chester Himes, José Revueltas, Óscar Wilde, Arthur Rimbaud, Miguel Hernández, Roque Dalton, Voltaire, Lydia Cacho y Walter Benjamin (sólo por mencionar algunos).

A todos ellos les preocupaba la degradación del pensamiento crítico, las condiciones marginales de políticas públicas en materia de salud, educación y economía para el ciudadano común. Dicho de otra forma, a su modo advirtieron los malestares descritos en la fotografía michoacana de 1950. Pese a ello, o quizá por ello, Benjamin largó cinco palabras lapidarias, la calle es literatura panorámica. La frase deriva mis reflexiones al oficio que me acompaña: la escritura, también a mi recurrencia andariega: la calle.

El panorama literario callejero se presenta como tragedia en los dedos amputados del carnicero (gajes del oficio) que día a día raciona las grasas y proteínas en nuestras mesas. Como desgracia en las silenciosas muecas de las empleadas domésticas al compartir su cuerpo con dolores cervicales. Como júbilo sabatino en los artesanos de la construcción y su apasionada entrega al alcohol y a las botanas al pie de una obra negra. Como idealismo colectivo en alguna marcha en turno.

Cortesía de mi parte a generaciones no lectoras, no se es callejero por recorrer los lomos de la ciudad. Tampoco por reclamar espacios apropiados desde la domesticación económica y el insulto programado. Se es callejero por navegar las letras como las calles, desde la palabra. Considero necesario establecer que si presumo mi condición de callejero es porque la asumo. Porque al día de hoy puedo decir que la literatura y la calle deben andarse con desconfianza: con el debido respeto que despierta lo desconocido, con la plena certeza que los buenos desenlaces inauguran malestares.

¿De dónde proviene esta angustia, esta caída libre en la inercia cotidiana? Permanecer para los que están y aun para los que se fueron. Borrar el camino andado. Beber un buen vino en silencio. Contemplar el impulso de una nación apalancada en sus vanidades ideológicas, el culto al ocio, la ignorancia funcional y el rechazo a la conversación. Así era la vida cuando tomaron la foto michoacana, así continúa hasta el final de este escrito.   

Miro la calle, releo a Gabriela Mistral, con su maestría resume lo que he intentado expresar: otra vez somos lo que fuimos, otra vez soy lo que fui: un lector, un callejero.

GUÍA TURÍSTICO

Los destinos turísticos se narran desde dos columnas; la de la mentira y la de la ficción.  Ambas dan al viajero paladas de asombro recetadas por el Doctor  Aventura. 

Hartos de sus lugares de origen y ansiosos de novedades manipuladas los turistas forman filas de horror para adquirir recuerdos que habrán de apilar en pirámides de olvido junto a historias que fingieron atender y olvidaron cinco segundos después del primer silencio. 

Cierto día nublado y vaporoso de frío viajaron a Xalapa un grupo de conocidos. Nos encontramos en el centro de la ciudad, a un costado de ese adefesio de cemento llamado Catedral. Intercambiamos saludos y frases trilladas por el reencuentro. Una de ellas incitó a los demás a una caminata acompañada por breves explicaciones históricas sobre cada sitio recorrido. (¿Caminar? ¿Quién, sin tomar en cuenta mi tiempo y mi disposición, decidió que caminar sería lo mejor?) Me negué. Luego comprendí su necesidad sobre la mía: olvidar lo conocido y anonadarse con lo desconocido. 

No supe qué hacer, qué decir, por dónde empezar. Al galope fluyeron las anécdotas. Mientras la neblina nos abrazaba recapacité en mi decir. Todo lo que les había compartido sobre la ciudad versaba en su mala organización, su pésimo trazo urbano, su nula producción industrial, su escasez de oferta laboral, el desinterés colectivo por reactivar zonas sumidas en el descuido crónico, la sobrepoblación humana, la sobrepoblación de automóviles, la sobrepoblación de humanos en automóviles, la triste oferta gastronómica en casi todos los establecimientos, el autoritarismo intelectual, el compadrazgo gubernamental, la tortura de transitar rutas de transporte mal planeadas, la seguridad  de vivir inseguros… Detengo el andar. La ciudad no es el problema, la ciudad sólo asila problemas, el problema siempre he sido yo. 

Vi el humo del café volar sobre sus rostros. La incomodidad arrastró una silla y se instaló en nuestra mesa. Huí al baño. Al volver los invité a cenar. Me empaparon de silencio. Comprendí mi error. Tomé un par de billetes y los dejé caer a un costado de sus tazas. Con una certeza de permanencia voluntaria alejé mi sombra de ellos: jamás en la vida, ni siquiera por absoluta curiosidad, seré guía turístico. Mi lengua incendia todo lo que enuncia. 

Elvira Ávila

 

VISITAS INESPERADAS

Mis últimos tres sueños han sido insoportables. El primero abre con un sicario apuntándome a quemarropa, en el segundo (dentro del mismo sueño) horrorizado me observo los brazos tatuados, en el tercero una desconocida rasura mi cabeza. ¿Qué argumento comparten estas tres tristes tragedias? Lo extraordinario, lo inesperado.
Uno dispone de tiempo en casa y el mayor anhelo es ver pasar la tarde con música de fondo. De pronto entra una silueta. Alguien ha venido a nuestro encuentro, un encuentro imprevisto. Insospechado. Uno a uno, los planes se desmoronan. La utopía de anidar en uno mismo se evapora. La resignación se expande como mancha solar sobre el rostro y sus alrededores. ¿Debemos mostrar interés por alguien que no representa más que un disgusto en ascenso? ¿Cómo explicarle a ese otro que no lo necesitamos?
En la perversa acción de visitar sin previo aviso, algunos llegan a formar numerosas familias y transfieren a sus herederos sentimientos de rechazo basados en el principio de la resignación espontánea. ¿Seremos producto de estas acciones perversas, seremos una visita inesperada en la vida de los que nos cruzan los pasos o en nuestras familias?
Los años transcurren y la colección cotidiana de rostros se convierte en una recolecta de frutos muertos, en la vida se tienen un par o media docena de personas trascendentales, los demás (rostros que caminan para atrás) son pasto seco en el paisaje de los días. Recuerdo estar en la barra del bar de un viejo amigo, conversábamos sobre los absurdos de la vida, y entre charla y charla detectar los pasos de un desconocido cerca de mi hombro derecho. Al acercarse me pidió le invitara un trago, yo le respondí «hagamos un trato, te invito una cerveza y te largas. No me interesa hablar contigo». El ganapán dio medio vuelta y se fue. Él no necesitaba beber, necesitaba hablar de sí mismo durante horas y que algún ingenuo lo escuchara. Podré ser lo que ustedes quieran, incluso una visita inesperada, pero jamás ingenuo.

Elvira Ávila

Imagen: «La pesadilla» (o «El íncubo») de Johann Heinrich Füssli (1781).

 

TIEMPO Y ABANDONO

Con el abandono llega el tiempo de los silencios. (¿Cuántas tardes no he pasado rastreando en el horizonte del suelo una pista para explicarme la facilidad de reemplazo en una época adicta a las novedades?) Abandonar, abandonarse o sentirse abandonado, subraya la pérdida como constante viva en una carrera descalzos a pleno rayo de sol. ¿Tiempo de abandonar o tiempo de abandonarse? La respuesta es un sable enfierrándose a sí mismo. ¿Por qué, quienes sentimos cerca, nos abandonan? ¿Por qué abandonamos? ¿Cómo reconocerse abandonado? La solución se comprime en una palabra: voluntad.
Si no averiguamos, suponer no es deducir, jamás sabremos si el otro nos necesita, aunque, ¿quiénes son indispensables en nuestra vida? Con el puño apretado, puedo asegurar que los que quepan en la mano (aunque podría exagerar). ¿Qué habita detrás del deseo punzante de coleccionar presencias en nuestra existencia? Entre tanto importantismo y falta de tiempo (como si fuese posible obtener más tiempo del que siempre ha existido) las montañas de obligaciones y ansiedad separan a los huéspedes (entre ellos yo) de sus anhelos de carne y hueso.
Camino por las calles, atestadas de gente que camina para atrás, y me cuestiono; ¿habrá un sitio en la ciudad donde se reúnan los abandonados a compartir sus soledades? ¿Quiénes cobrará la entrada a ese recinto del abandono; viudas empobrecidas de futuro, huérfanos con la ilusión fracturada? ¿Para qué alimentar corazones que pronto marchitarán o nos marchitarán? Continúo el paseo y confirmo que los camiones no transportan pasajeros, transportan abandono en movimiento. Que los hogares suelen ser un monumento al abandono o el refugio de los desarrapados de sombras ajenas.
Llego a casa y concluyo: abandonar o abandonarse, qué más da, el anhelo siempre nos morderá los talones.

Elvira Ávila

Imagen: «La peregrina», (óleo, tela y madera) 2001, de Arturo Rivera.

VENTANILLA DE ENOJO

«¿Algo más que pueda hacer por USTED?», balbucea la cajera con tono hipócrita. Su gesto y su pregunta son el último clavo de mi crucifixión emocional.
¿Cuáles es el peor castigo para un impaciente? Pasar más de cinco minutos dentro de un banco. Sin embargo, producto de mis constantes visitas a ese espejismo financiero, piloteo este tren de incertidumbres; ¿cuáles serán las aspiraciones personales de los trabajadores de un banco? ¿Organizar un motín y darse un par de horas de lujo (fiesta, comida, chupe, música en vivo, esclavos sexuales, piñatas humanas…) atrincherados en las instalaciones? ¿Huir a otro país (¿Actopan?) con el tesoro de la caja fuerte? ¿Levantarse de madrugada y lucir impecables para hipnotizar clientes ingenuos? ¿Existe un silencio más incómodo y sepulcral que el de un banco en lunes al medio día? ¿Por qué los guardias de seguridad bancaria resguardan la olla de oro si jamás verán siquiera el reflejo de sus destellos?
Dos constantes se reproducen en los bancos; las deudas y la impotencia. No es gratuito que carguen una pesada loza de tristeza. Siempre grises por fuera y con una iluminación interior que empalaga la pupila, similar a la de una sala de interrogaciones policíacas. Esa falsa amabilidad de ladrones con corbata y tacones, al servicio de clanes usureros, invisibles a nuestros ojos, ese formalismo verbal, esas plantillas de lenguaje (tales como, «¡Caballero! Que gusto contar con su presencia nuevamente en nuestra sucursal» ¡Puff!), esas miradas silenciosas de los jueces monetarios (centaveros), ese sospechosismo de los cajeros, esos buitres financieros en espera de la firma moribunda del soñador bursátil en un contrato truculento en el que la casa nunca pierde, esos movimientos apergaminados, esas armas de «seguridad» dispuestas a quemarropa me hacen un poco más feliz al recordar que el mundo que cargo a espaldas es el opuesto contrario a lo que en esas cuatro paredes se vive.

Elvira Ávila

EN CONTRA DE LOS APLAUSOS

 

Recuerdo asistir a varias presentaciones de películas en un foro de cine de la facultad de Antropología. Los alumnos al mando de dicha empresa movieron todos los hilos para proyectar filmes con tintes, o temas, antropológicos. Muchos asistían a divertirse, otros a rellenar los huecos de sus «horas libres», algunos más a engordar su ego. Yo sólo iba por el café, las galletas y apoyar a un gran amigo: Antonio Montiel.
En esas andaba cuando al terminar la historia en la pantalla todos aplaudían. Sí, todos aplaudían. ¿Aplaudirle a una pantalla? ¿A un ser inanimado? ¿A una imagen? «¿Dónde nos ha llevado nuestra forma de ser?», diría el poeta José Cruz. ¿Hasta dónde nos llevarán nuestros fetiches?, me susurra el falso pesimista que siempre me acompaña.

Pasaron los años y presentaciones de bandas locales de rock, obras de teatro y perfomances tapizaron mis ojos y mis oídos. ¿El resultado? Aplausos al mayoreo.
Si bien las artes requieren, entre otros atributos, un dominio de técnica muy pocos logran acariciar esta meta. Expongo lo anterior con vistas a una serie de preguntas; ¿por qué debe uno protagonizar, por medio del aplauso, el ascenso de la mediocridad artística? ¿Cuál es el fin oculto en aplaudir para mostrar reconocimiento? ¿No aplaudir es tan herético como no persignarse al pasar fuera de un templo? ¿Dar la vuelta, saborear un helado o ver unos perros aparearse, ante una aburridísima representación artística demerita mi «compromiso con la cultura»? ¿A qué edad uno aprende a aplaudir por encargo más que por voluntad propia? ¿Qué gana uno al estar de acuerdo con la opinión general?
Consciente del alcance de estas preguntas, que cada quien considere qué admirar y a quién matarle un pollo, sólo eviten repartir folletos de puerta en puerta obligando a los demás a prenderles velas a sus santos desnutridos. Que aplauda quien lleve ánimos de hacerlo, sólo no me salpique con su optimismo.
P.D. Cuando las cascadas de aplausos caen sobre mis hombros siento la ridícula alegría de pensar: «ellos aplauden a los logros de la obra artística, yo a su hambre de admiración»- ¿Qué le vamos a hacer? Uno ha nacido así y busca por todos los medios uno que otro aplauso.

Elvira Ávila

EL FUNERAL DEL PAYASO

Como buen adolescente que fui durante muchos años visité la idea del suicidio. «Terminar el latido y regalar mi ausencia al mundo», versaría algún nuevo poeta. ¿Por qué no ejercí, en palabras de Cioran, mi derecho al suicidio? En principio por cobardía, ahora, con la desilusión en engorda y la esperanza anémica, por un motivo definido: vivir la vida y observar qué pasa. Asumir el sentido del suicidio como un proyecto de vida (Emil. M. Cioran, 1987), vivir consciente de poder matarme en cualquier momento y lugar. Reconocer el acto de anular mis días como un derecho a la muerte por mano propia y, justo después de haber terminado los pendientes personales con la vida, ejercerlo. ¿Una utopía destructiva por parte de Cioran? Tal vez, aunque ¿qué utopía no destruye realidades? Sin embargo, con las apreciaciones sobre la vida y la muerte explicadas, desde hace algún tiempo la idea de mi funeral me roba varias horas de reflexión a la semana.
La única imagen clara sobre tal evento es una comitiva de meseros enanos, disfrazados de gángsters, repartiendo rosas de tocino y cervezas en bolsa con popote. Rock And Roll de fondo y una manada de perros merodeando la carcasa de mi cuerpo, huesos con sabor a polvo. Con tal postal, una torre de preguntas me empequeñece; ¿qué de lo que hice en vida me perseguirá en la muerte?, ¿alguien llorará por mi?, ¿qué pasará con mi recuerdo cuando me vaya? ¿Quiénes acudirán al funeral; mis mujeres muertas, mis enemigos eternos, la familia que pocas veces visité? ¿Qué herencia dejaré en aquellos que estuvieron cerca de mi? ¿Merezco «cristiana sepultura»? ¿El agua de las lluvias sobre la tumba se confundirá con los orines de la fauna local del panteón? ¿Por qué en vida fingía desinterés por la trascendencia de mis actos? ¿Todo lo que (no) hice justificará el mito de lo que fui? ¿Alguien tendrá el valor de ser tan necio y rezar en el funeral de un alérgico a la religión como yo? ¿De qué material será el féretro que me contendrá; de madera, de acero, de olvido? ¿Cuál será el clima el día de mi entierro? ¿Habrá sol, tormenta, granizo, surada o lluvia de grillos? ¿En honor a mi pasado, cantarán los cerdos a media noche? ¿Qué flora crecerá sobre mi tumba, plantas carnívoras? ¿Asqueados de mi poca carne, devolverán mi cuerpo los gusanos? Ella, la única mujer por la que alguna vez abandoné todo (incluso la música y la literatura), ¿estará presente ? ¿Me extrañará como yo la extraño? ¿En cuánto tiempo encontrarán mi reemplazo en los lugares donde me necesitaban? De existir el infierno, ¿me negarán la entrada por negarme a pagar el cover? ¿Pondrán mi fotografía, comida y bebida favorita en los altares de Día de Muertos creyendo que mágicamente regresaré del más allá a tragar?
¿Será necesario simular mi muerte, organizar un funeral falso, para domar la anaconda de preguntas que me estruja? Lo ignoro, por lo pronto comenzaré a ahorrar para un féretro lo bastante grande donde puedan entrar todas mis decepciones. Y, hasta nuevo aviso, continuaré pensando en cómo sería la vida si estuviese muerto.

Elvira Ávila

MIS MUJERES MUERTAS

AUTOPSIA A MÍ MISMO
Una constante en mí vida: la pérdida.
La desdicha se inaugura a los tres años de edad, con el abandono inesperado de mí madre biológica, años más tarde con la muerte repentina de mí madre adoptiva. Muchos años más tarde los adioses acumulados de un ejército de mujeres hartas de mi necedad a pelo reafirman la constante.

RECONOCIMIENTO DEL CUERPO
En principio seré breve: a todas aquellas que han sufrido la compañía de mis huesos ¿debo agradecerles o compadecerlas? Ahora, seré claro: considero muertas a mis mujeres porque la muerte y la ausencia renacen en el mismo campo: la memoria. Las considero mías por la negación constante a dejarlas ir, al menos en pensamiento. (Uno no deja nunca de enterrar a sus muertos).

VELORIO
Como buen cernícalo que suelo ser a algunas de mis mujeres muertas las he matado, abandonado, otras se han suicidado, me han abandonado. Hay quienes afirman que en cualquiera de los casos mencionados es necesario un duelo, un tiempo de luto, con aquellos que se alejan o se van. ¡Qué barbaridad más tremenda! Como si la muerte (ausencia) de un ser cercano se pudiera remediar con pastillas de tiempo.

FUNERAL
La desgastante práctica de acudir a los panteones y visitar las tumbas nunca ha sido de mi agrado, prefiero visitar a mis muertas desde la cómoda trampa de mi memoria. En ella siempre tengo la razón y nunca la culpa. ¿Ellas harán lo mismo, visitarán a sus hombres muertos?

NOVENARIO
¿Para qué seguir regando las flores marchitas?

LEVANTAMIENTO DE CRUZ
¿Qué de nosotros nace y muere al convidar nuestro tiempo con los demás?

CABO DE AÑO
Al recordar a mis hermosas difuntas me paraliza la sorpresa. ¿Cómo es que tantas mujeres han decidido desperdiciar su tiempo al lado de un pesimista cuyo único talento es encontrar la burla donde no la hay?
Sólo encuentro una respuesta, masoquismo. Soy un ser insufrible, con un par de días mi sentencia se corrobora. No acudo a fiestas, de solo pensar en la calle me engento, no gusto carcajear la noche rodeado de amigos y las veces que me empujo a salir de esta falsa misantropía la paso fatalmente bien. Por ello me pregunto, ¿qué hizo mantenerse a mi lado a mis mujeres muertas? ¿Una soledad en ascenso, una terrible curiosidad, una lástima incontenible, la falta de un mejor partido? ¿La suma de todas las anteriores? Una ráfaga de respuestas por parte de las afectadas se me antoja necesaria.

REQUIEM
A veces suelo imaginar a mis mujeres muertas reunidas en una mesa, con cuerpos tísicos, rodeadas de moscas, con viejos lobos de bar merodeando sus carnes, buscando revivir lo que desde su nacimiento estuvo muerto: la esperanza en el amor. Como estocada final dos preguntas se agigantan; ¿por qué se alejaron?, y ,el origen de todo, ¿qué les hizo quedarse?

Elvira Ávila

EL PESO DE NUESTROS NOMBRES

A

“Saqué el cuchillo y le arranqué la lengua para que no me ande robando el nombre”, presume Juan Rodríguez Benzulul en el cuento supremo Benzulul del escritor chiapaneco Eraclio Zepeda. El nombre, que ya no los apellidos, va de frente a uno por la vida. Es carta de presentación, apertura o cierre de puertas según la popularidad. No es gratuito que al enunciarnos en el rostro de los demás se dibuje una mueca o una sonrisa, todo depende de los muertos que uno arrastre. En contraparte, cada que enunciamos a los otros lo hacemos con alegría o con rechazo. Ambas escenas comparten un ejercicio de memoria; cómo nos recuerdan y cómo recordamos. Cría fama y échate a dormir, versa el dicho popular. ¿Qué tan cierto será esto? Lo ignoro, que los famosos respondan.

B

A fuerza de no ser ridículos inventamos nuestro pasado deformando el presente, moldeamos la realidad sobre ese mito en construcción que es uno mismo. Conscientes de lo anterior, afirmar que el muro de opiniones ajenas sobre uno nos viene guango es una mentira absoluta. Una farsa en proceso. “Se vive en realidad sujeto a la opinión de otros, atado a la convención de no defraudar lo que se cree que los demás esperan de uno”, confiesa el poeta Luis Miguel Aguilar. ¿Qué esperan los demás de uno? ¿Qué esperamos de los demás? Me es imposible contestar, sin embargo propongo una respuesta doble; que el otro desaparezca.

C

El eco de lo que somos rebota en nuestros nombres. Al compartir el pasado nos negamos el acceso al otro, conforme la rutina avanza nuestra presencia caduca. Miro al suelo y me pregunto ¿cuántos caminos atravesados hasta llegar a ser lo que se dice que uno es? A diario uno desgasta su nombre, al punto de provocar asco con sólo escuchar nuestras iniciales. Se sabe de sobra que el peso de nuestros nombres recae en la memoria de aquello que no somos. ¿Qué no somos? Los otros. ¿Qué sí somos? Una caverna en clausura constante por el desprecio ajeno. Acaso, ¿para los demás también somos parte de este carnaval de angustias llamado vida?

D

Mal gastamos la vida defendiendo mil y un causas pero nunca la escoria de nuestro nombre, aunque valdría preguntarse ¿tiene algún sentido refutar la leyenda oral que los otros fabrican de uno? Una pregunta salvaje para una fauna salvaje. Cada quien responderá de acuerdo al número de paciencias agotadas.

Elvira Ávila

Imagen del texto: «Stańczyk» de Jan Matejko (1870).

MALDITO MOZART

 

OBERTURA
En ocasiones creo vivir los últimos años de Mozart.
¿Qué me da valor para realizar tal comparación? Justo eso, el valor. La valentía de un Mozart (enfermo, endeudado hasta la sombra y en pleno divorcio) por perseguir el camino que él creía más feliz y verdadero. Dejar de producir música por encargo y engendrar la propia. Tal fue el sueño del genio musical. Sin embargo, antes del reconocimiento primero encontró la muerte. Mozart fue enterrado un cinco de diciembre de 1791 en Viena. En una fosa común, a los treinta y cinco años de edad. Sí. El extraordinario músico que durante veinte años enamoró con sus obras a gran parte de la élite europea murió en pleno aguacero, ahogado de olvido, con la valentía y desdicha de resguardar su aspiración artística hasta el final. ¿Cuál fue la aspiración artística de Mozart? Renunciar a los mandatos de la corte y arriesgarse a crear su música, no la que los reyes querían escuchar. 
Lo anterior, la renuncia de Mozart al patrocinio de la época y la valentía por difundir sus obras, se dibuja como argumento de arranque para enunciar el núcleo narrativo del texto; la producción y reproducción musical. Creación y recreación de la música.
RECITATIVO
Tomar las riendas del desempeño y futuro laboral en el terreno de la música por momentos resulta imposible, aunque a veces existan enormes excepciones. Por ejemplo Händel, contemporáneo de Mozart, que, siendo compositor independiente, vivió con éxito respetable. Parte del éxito de Händel se debió a qué él tenía  lo que Mozart no: habilidad empresarial. Hándel supo arriesgarse a producir música, parir sonidos y silencios. Mozart también. Uno encontró la fama, el otro la amnesia del público por medio de la muerte.
Expuestos los antecedentes clave, ¿cómo relacionar la vida de un genio musical con la de un puñado de rockeros independientes que, a costa de todo, buscan abrirse paso dentro de un mercado local que sólo aplaude a bandas tributo? La única relación entre Mozart y los músicos aguerridos por generar su música, jamás la de otros, es la determinación. Mozart murió luchando por hacer lo suyo, lo propio, no lo de nadie más. Tenía muy claro que la única forma de alcanzar la posteridad es afincándose en el presente. “Mozart luchó por el presente con plena conciencia de su propio valor”, señala Norbert Elias. Hoy en día, un montón de músicos decididos hacemos lo que Mozart. Luchamos, a veces entre nosotros mismos, mientras que las bandas tributos en turno se hinchan los bolsillos con creaciones ajenas (covers) los que remamos en sentido opuesto invertimos en nuestro sueño colectivo lo que en ocasiones ni siquiera tenemos. Esto en los años de Mozart no fue tan diferente. Stephen Collins, en su libro Música Clásica, subraya el hecho: “Ante la ausencia del pago de regalías los compositores recibían un pago único por sus creaciones”. Chulo cuadro. Para aumentar el desánimo Collins agrega la ausencia de derechos de autor, de tal suerte que cualquier persona del periodo de Mozart podía publicar, ejecutar y reproducir obras de autoría ajena (incluidas las de Mozart) sin dar ninguna retribución económica o reconocimiento social a los compositores. Al parecer, después de muchos años, la situación no ha cambiado. A los que producimos nos ningunean, a los que reproducen los alaban.
ARIA
El artista asumido en su condición creadora, como Mozart al final de sus días, rastrea el reconocimiento de su labor creativa y rehúye de las reproducciones artísticas que sólo sirven para entretener a monos aulladores. (¿Alguien dijo bandas tributo?) En esa condición algunos nos arrojamos a las fauces de lo improbable mientras acariciamos la probabilidad de lo imposible. Ejercitamos el talento de la necedad y la negación a ejecutar obras ajenas, reconociendo ser capaces de crear las propias. En su origen etimológico, exhibe Juan Brom, historia significa simplemente indagación. ¿Indagación de qué?, se pregunta, nos pregunta, Brom. La indagación de lo dado y de lo que se puede dar. Lo creado y la creación en proceso. Y si de indagar se trata Mozart bien supo hacerlo en su época. Viajó hasta los cielos de la composición en las cortes de los reyes, después descendió a los infiernos de las composiciones personales. Esas que nadie se preocupa en investigar, en indagar. Brom anota que sin importar la historia, personajes o épocas que se analicen existe un elemento en común en todas ellas; la idea de cambio, de movimiento, de modificación. De avance, no de estancamiento. Mozart, a su manera, lo sabía. Tanto que rompió las cadenas de la esclavitud creadora. Acto seguido, probó las mieles de la derrota artística.
Debido al conflicto entre los grupos que pierden su fuerza y desaparecen y los que ascienden al poder, bandas de moda con apoyo y bandas profesionales sin apoyo, cabe preguntarse ¿moriremos, como Mozart, arrumbados en el sótano del olvido, ahogados bajo el eterno aguacero del despegue musical? La probabilidad de un sí por respuesta es enorme, “Mozart emprendió -como un burgués marginal al servicio de la corte- con una valentía sorprendente una lucha de liberación contra sus amos y patrocinadores. Combatió por propia iniciativa, por su dignidad personal y por su trabajo musical. Y perdió ese combate” (Norbert Elias), no obstante, reconociendo y emulando la valentía de Mozart, sabemos de sobra que quien repite la historia vive a la sombra de los que la han cambiado. Que la historia hay que crearla, reinventarla, no recrearla. Que el arte no es perfecta. Por ello el quehacer artístico se encuentra en una búsqueda interminable por hallar sitios donde verter esa visión única del mundo. No fotocopias (covers, plagios) de escenarios repetidos hasta el asco. O, en otras palabras, urge renovarse (producir) o morir (reproducir). Todo sea por ser.

Elvira Ávila