VER ARDER EL MUNDO

La motivación de las manifestaciones me desmotiva. Y, en buena medida, el último lugar común en que me gustaría estar de nuevo (porque ya fui presa de sus hipnóticos cánticos) sería ese: una manifestación. Esos rostros hinchados de esperanza y convicción en que lo que hacen es correcto me punzan en los ojos como lanzas oxidadas. Mi experiencia en campo susurra que la reducción de los individuos a las singularidades colectivas me provoca rasquiña mental. Disgusto en ascenso. Y es que en lo colectivo uno descubre su sitio, y también su malestar. La falta de pertinencia, de coherencia. Bien dice Cioran que el conocimiento de uno mismo se ha de pagar muy caro. Bien decía Sartre “el infierno son los otros”, aunque a veces el infierno personal lanza llamas de tercer grado.

En concreción lo que me aleja es la forma, más no el contenido, de las manifestaciones. Abogar por la libertad secuestrando una ciudad de por sí secuestrada no empata con la lógica básica de un argumento en pro de la libertad misma. Guillermo Fadanelli, uno de los pocos filósofos funcionales de nuestra era, señala la importancia de establecer los límites entre lo que (nos) es conveniente y lo que (nos) resulta pernicioso. Lo conveniente y lo pernicioso. Espada de doble hoja. ¿Cuál cortará más, cuál cortará menos? ¿Cuál de los dos filos estará tieso de herrumbre y necedad? En el mismo tren de ideas recuerdo a Samuel Schmidt quien apunta que “los límites de la libertad comienzan cuando se afecta la libertad de otros”. Asumo esto como cierto puesto que mis límites se desbordan y se entrecruzan con los de la multitud. ¿Por qué la multitud, uno a uno, no asume lo mismo?

En sentido estricto no aviso ningún problema en luchar en masa, más bien el problema soy yo, esto no es novedad para quienes tienen la desdicha de conocerme, ya que suelo atravesar largos periodos del peor de los cansancios “¡el terrible cansancio de mí mismo!” (Amado Nervo). Y, en buena medida,  “a mi edad no tengo ningún deseo de cambiar de costumbres” (Daniel Odier).

Sin embargo, compartir ideales de progreso me sienta bien en una mesa, tal vez en una charla frente a frente, pero no a rayo de sol con miles de desilusionados, contagiados de esa certidumbre ciega (David Foster Wallace) que empaña la reflexión y la autocrítica. José Martí, incansable poeta cubano, voz en pecho declamaba “si no luchas, ten al menos la decencia de respetar a quienes si lo hacen”. Frase linda para un curso de autoayuda o entre queda bienes pero obsoleta con una realidad de a pie en que no todas las luchas merecen refuerzos o tolerancia. Pienso, por ejemplo, en la encarnizada lucha entre habitantes de un pedazo de tierra que mandan matar a los habitantes de otro pedazo de tierra que quieren ingresar al terreno de los primeros mientras los segundos navegan las aguas de la ofensa y la indignación. ¿Es posible respetar y apoyar este tipo de “luchas”? No lo sé, al menos yo guardaría distancia con los primeros y trabaría amistad con los segundos. Después de un tiempo haría lo contrario.

Arthur Rimbaud, en su poemario Iluminaciones, expone que uno debe comenzar desde los horizontes donde otros se han desplomado. Punto de partida. Punto a mi favor. ¿Cuál es la negra obsesión de repetir los errores? Andar la misma senda, marchar las mismas marchas, con el anhelo de llegar a un destino diferente es igual de cómico y tierno que caminar sobre jabón.

“Que nadie venga a imponerme su vicio” escupe de frente, sin aviso alguno de revanchismo, Guillermo Fadanelli. A lo cual agregaría “su vicio de manada”. “Que nadie venga imponerme su vicio de manada”, en suma. Su vicio (o en algunos casos su fetiche) de marchar pastoreados por líderes que fingen humildad y a vuelta de mano reprimen o expulsan a todo aquel que no comulgue con sus Salmos laicos.

Dentro de la protesta en masa se reúnen las verdaderas realidades y las realidades maquilladas, convertidas en manía. Performance, porque ahora todos son artistas, de unos pocos que desvirtúa el sentido principal u originario de la contienda. Pongo por caso, basado en hechos reales, comenzar una manifestación en reclamo por los altos precios del servicio de luz eléctrica, luego virar el sentido originario de la lucha y organizar una rapiña para robar televisores. ¿Lindo cuadro, no? Esto sólo confirma al viejo George Bernard Shaw, que con la mirada encendida y la palabra siempre correcta dispara su anuncio, “la minoría a veces se equivoca, la mayoría siempre”. Y con ello me pregunto, en todo este embrollo dónde me encuentro, ¿en la minoría, en la mayoría? ¿En el medio? O, acaso, ¿en la periferia contemplativa? No persigo la certeza. El cobijo del desconcierto me viene a bien. Tal es el caso que algunas veces frecuento, desde la lejanía, las manifestaciones para darme una sobredosis anual de asombro y confusión. Al terminar el acto siempre vuelvo a casa con un costal de preguntas en llamas.

El mal del mundo se mantendrá intacto, al menos hasta que acabe este día, y los que aspiran a ejercer su libertad en masa se verán contrastados por los que preferimos apoyar algunas de sus causas (más no las formas) desde nuestro horizonte de sentido. Sorbiendo una Coca-Cola, fumando un cigarrillo o masticando mil preguntas que se resumen en una doble; ¿por qué, para qué?

En la medida de lo posible yo haré lo propio,  quemaré éste escrito y me sumaré a las filas de los que se preguntan ¿tiene algún sentido lo que estamos dejando de hacer por el afán de ser?

Elvira Ávila

Imagen del texto: «Judith y Holofernes», Caravaggio (1599).

Autor: Elvira Ávila

Dando el mal ejemplo.

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