Elogio de las ausencias

Elvira Ávila

¿Qué somos si no ruido y simulacro en caída libre? El poeta latino Propercio aseveraba que no sabemos hacer otra maldita cosa que aumentar la miseria de nuestras condiciones. Yo, por mucho que busque contrariarlo, nada quiero hacer más que resignarme a la vigencia de su dictamen.

El acercamiento a la literatura seria, trabajada con respeto y cariño hacia el lector, enseña que es mediante la ausencia que dimensionamos el espectro de nuestras desdichas vitales. Una de ellas, la más presente en nuestros hábitos cotidianos, es la desdicha de la inmoderación. A través de este malestar las sociedades sobredigitalizadas robustecen el culto por la banalidad audiovisual y la apatía por la formación política ciudadana.

Paralelo al camino establecido, la condición autorreferencial del diálogo moderno se manifiesta lo mismo en cantinas del vecindario que en renombradas universidades. Ante el ensimismamiento temático de estos escenarios cabe la postura de un estado de calma intermitente, y esto no como cortesía pública, más bien, como estrategia de supervivencia psicológica. 

Qué momentos los de ahora, el no hacer enfada tanto o más como el hacer sin ánimos de figurar. El carenciado ya no es quien está falto de medios económicos que solucionen sus desdichas espirituales. No, la democracia del consumo revela lo contrario: carenciado es todo aquel que frente al festín de la acumulación por endeudamiento se limita al suspiro inmoderado.

En este andar el ruido mediático acompaña a quienes en sus parloteos buscan un estado de tranquilidad simulada, de ahí que la tranquilidad civil sea percibida como un agradable accidente. De ahí el huir del otro como si fuera un apestado, de ahí que me cuestione ¿qué hacer? ¿Qué, sobre todo, cuándo ese ruido y esa simulación llevan por nombre el apellido de los nuestros? ¿Cómo no echar en falta la empatía en esa pasarela de gestos y muecas que es la calle?

“Un fantasma recorre el mundo: el fantasma del comunismo”, afirmaban en 1848 Marx y Engels, hoy, 173 años más tarde, otro fantasma recorre el mundo: el fantasma de la incomunicación. ¿Cómo explicar el progreso de este fracaso civilizatorio? ¿A quién solicitarle motivos sobre el deterioro relacional de la convivencia cotidiana? La felicidad radica en no recibir visitas inesperadas, estas pueden ir desde un recuerdo fantasmal a la media noche hasta una ráfaga de enfermedades en desarrollo latente. Estas no visitas, placenteras ausencias, son tesoros despreciados por la ansiedad de la comunicación inmoderada. Por eso la soledad premeditada, el saber apartarse del bosque y poder observar el árbol, es virtud o bien de niños curiosos o bien de monjes iluminados.

Si la felicidad es, como he establecido, no recibir sorpresas desagradables entonces el alcance de nuestra paciencia civil tenderá a la reducción por defensa propia. Un gregarismo masificado mediante el cual tomaría forma aquella opinión de Umberto Eco de que “para poder aceptar la idea de nuestro fin es necesario convencernos de que todos los que dejamos atrás son unos cretinos y que no vale pasar más tiempo con ellos”. ¿Qué sería de nosotros si siguiéramos tenazmente esta propuesta? ¿Cuáles serían los nuevos rumbos de nuestras derrotas modernas? ¿En dónde, fuera de la cháchara digital y la vanidad ideológica, domiciliar el futuro?  

Mientras nacía la extinta Unión Soviética una pinta exclamaba en las paredes del centro de Rusia, “¡cuando teníamos todas las respuestas nos cambiaron todas las preguntas!”. Las actuales condiciones geopolíticas y educativas han cambiado el guion de las preguntas. Aunque esto sea un aliciente, es menester subrayar el amansamiento crítico del espectador promedio. Aquel que desde el estrado digital atomiza su impotencia política a través de la repartición de respuestas totalitarias. Un nativo digital que rechaza el diálogo con el mundo ordinario porque ha aprendido que el mundo ordinario rechaza el diálogo con lo no simulado.

¿A dónde aspiro llegar con estas palabras? ¿Cómo alcanzar una meta que frase a frase se desvanece? Si uno adquiere valor y continúa caminando es con ánimos de documentar el fracaso generacional. Así, quizá, sea más pronto advertir los mecanismos ocultos, las ausencias emergentes, que nos constituyen como oficiales de nada y carentes de todo.

La ausencia de interés por las motivaciones históricas de nuestros desprecios, el contrasentido entre los decires y los haceres y la burla hacia la paciencia auditiva me revelan lo evidente: la vida está en otra parte. ¿Dónde?, me pregunto, tal vez en un sitio con menos ruido y simulación.

Autor: Elvira Ávila

Dando el mal ejemplo.

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